Los ojos de las palabras

Jorge Barón Biza | 12 de Julio de 2001|


“Nirveo era bello, Aquiles más aun, y Helena tenía la belleza de una diosa (…) Su belleza valió la guerra que desató.” Estos pasajes de Homero son ejemplares por evocar el tema de la belleza de una mujer con recursos puramente literarios, sin acudir a ningún rasgo visual. No sabemos el color de su pelo, el tinte de su piel, la forma de sus pies, ¡pero qué mujer! Tan hermosa que su descripción 2500 años después de realizada, no puede ser recreada por ninguna cámara. ¿Cómo traducir en imágenes estos comparativos, estas palabras?

Nos hallarnos en el corazón de la literatura, allí donde parece inaccesible a toda imagen, de la misma manera que no existen palabras para dar cuenta de una obra de Pollock.

Sin embargo, ya en la Antigüedad hubo quienes se opusieron a la autoridad imponente de Homero. El poeta Simonides de Ceos (536) se colocó en el extremo opuesto: “La poesía es un cuadro que habla y la pintura un poema silencioso”. Dijo esto y casi nada más, porque toda su obra se perdió y no sabemos si sus versos fueron dignos de sus ideas.

Entre estos dos extremos se ubica el tema de las relaciones de la palabra con la visualidad, y sus respectivas artes, la literatura y la plástica. El problema atrajo a grandes pensadores de la estética, desde Aristóteles que diferenciaba texis (discurso) y opsis (escénico), a Leonardo, Foucault o Panofsky. Porque en última instancia, ¿qué es la crítica de arte sino la búsqueda de palabras para evaluar imágenes?

En el Medievo, la solución tomó el camino propio de esos tiempos: la solución jerárquica, el emblema. En los escudos se combina un texto muy significativo con las imágenes codificadas de la heráldica que daban una idea precisa de la identidad del representado y sus ascendientes (“código genético” lo llamaríamos hoy), mientras que el texto de la divisa exponía sus aspiraciones espirituales.

La diferenciación heráldica entre imagen y texto no es caprichosa. La poesía fue considerada hasta el siglo xvi como una inspiración divina, mientras que las artes visuales se mantenían en una jerarquía muy inferior, de habilidad artesanal. Por eso aunaban una divisa clara y simple, elegida con libertad (“Sólo por Dios”, “Nada sin honor”) con un código plástico visual muy complejo y rígido que exigía paciencia del artesano y no le daba ninguna libertad.

Esta relación pasó de la simultaneidad del escudo a la “inspiración” (el momento en que la conceptualización y la creación son simultáneas en el arte) que los pintores buscaron en la literatura o su manifestación anterior, el mito, durante el renacimiento y el barroco. La literatura era la motivación de las artes visuales y tenía más desatada las manos.

En el siglo xviii, el pensador alemán G.E. Lessing disolvió las relaciones de arte y literatura al lanzar el criterio que las separó como un machetazo: los elementos de un cuadro, observó

Lessing, coexisten; los de un texto se suceden. La obra de arte visual pertenece al orden de la simultaneidad pero la literaria al del desarrollo.

 

Visual y textual

La autonomía de ambas disciplinas colaboró para que lo visual tuviese tanto prestigio estético como lo textual. La distinción no fue sólo teórica. Detrás de ella, se movieron factores históricos (las artes plásticas francesas estaban “contaminando” la pureza cultural germana), las monarquías recurrían cada vez más a lo visual –Versalles, Schonbrunn, grandes palacios escenográficos con grandes cuadros, grandes jardines–, mientras que las burguesías se volcaban a lo textual. No fue fácil unir lo que Lessing había separado.

Durante cien años, los textos literarios fueron el origen de motivos y anécdotas de la gran pintura histórica, considerado entonces el género superior y hoy llamado con sorna “arte de bomberos”, por la abundancia de cascos, mientras a su sombra se desarrolló un arte de visualidad pura e instantánea (impresionismo, expresionismo y vanguardias).

Los avances de la lingüística de fines del siglo xix señalaron que las palabras eran signos que ofrecían múltiples facetas, y que una de sus características era la forma doble (oral y escrita) de sus manifestaciones (sonora y visual).

En este sentido, el cine es un ejemplo que no ha sido destacado lo suficiente: en su etapa muda, la imagen cinematográfica se vinculaba con los “cartelitos” que explicaban la acción, es decir, con la parte textual visual del lenguaje, que ya constituía un lenguaje telegráfico, reducido respecto al literario.

Cuando llegó el cine sonoro, la imagen cinematográfica se vinculó directamente con la oralidad, pero una oralidad al servicio de una acción vertiginosa y una necesidad de atrapar a grandes públicos.

 

Diferencias esenciales

Un período gramatical largo, con subordinadas, metáforas complejas, significa en el mundo del guión el despido. Ni siquiera los directores experimentales se han internado en este terreno. Está por escribirse el tratado que analice a fondo la influencia que esta relación cine-texto tuvo en la sociedad del siglo xx y sus regresiones intelectuales.

A su vez, lo visual tomó dos caminos: lo visual exterior (las imágenes sensoriales y los signos, como letras, escudos o íconos), y las imágenes mentales que todos construimos cuando leemos un texto y que configuran la vivencia figurativa intransferible, como si empleásemos un lenguaje del cual no sabemos ni una palabra pero con el que construimos las figuras que más valor tienen para nosotros. Este ámbito permanece también muy abandonado por los investigadores.

Por otra parte, de los modernos estudios culturales de este siglo llegaron análisis esclarecedores. Señalaron que no todas las culturas eligen los mismos elementos para representar la realidad ni observan los objetos de la misma manera: “pino” puede traducirse pictóricamente por una detallada imagen botánica o por un abstracto triángulo; la descripción verbal también puede variar según cada cultura: en una cultura jurídica un ser humano puede ser descrito como “sujeto de relaciones”; en una cultura antropofágica un ser humano puede ser descrito como “comida”: puede ocurrir que en una cultura jerárquica ni siquiera se lo perciba si es un sirviente o un esclavo.

Con esfuerzo se colocaron algunas bases sobre las cuales cimentar los pilotes de un futuro puente. Ambas, arte y literatura, movilizan los mismos intereses culturales que impresionan tanto al lector como al espectador de arte.

Ambas disciplinas tratan de evocar en sus obras elementos verosímiles para esa cultura y su público: un dragón para China, una serpiente emplumada para México. Ambas buscaban producir efectos dentro de los marcos culturales de sus sociedades.

Pero estos intentos de tender puentes entre las artes auditivas y visuales se estrolan contra una diferencia insalvable: las artes visuales emplean –aun en la pintura abstracta– signos naturales tomados de la visión externa aunque se limite al color puro y la antiforma, mientras que la lengua se provee de signos arbitrarios que representan convencionalmente al referente. Como consecuencia de esta situación, en lo visual predomina la imagen, la primera impresión; en lo literario, se imponen significados secundarizados por la mediación lingüística.

 

El nuevo ideograma 

Esta dificultad para que imagen y significado sean una sola entidad fue una de las preocupaciones claves de la estética, con picos en los períodos románticos y realistas: un mundo en que “la acción sea hermana de la idea”, según Baudelaire, hermana siamesa preferentemente. Enfrente hubo otros períodos, por lo general académicos y dogmáticos, en que la relación literatura-artes visuales se mantuvo estrictamente separada, incluso por celos y conveniencias gremiales.

Las relaciones entre lo visual y lo literario culminarán probablemente de la misma manera que empezaron. El primer escriba que esquematizó una cabeza de vaca y vio en ella un sonido, una “a”, tiene sus continuadores en quienes están trabajando en el diseño gráfico y la red.

Gracias a la tecnología, cada día se estrecha la distancia entre los iconos y las letras. Lo pictórico se infiltra en lo textual y lo textual se vuelve el reverso de lo pictórico: detrás de cada palabra-link late una imagen, detrás de cada icono de pantalla se aprontan las palabras. En los logos, instrucciones, juegos electrónicos, técnicas pedagógicas, renacen los viejos ideogramas de alfabetos antiguos.

Los nuevos jeroglíficos de la web trazan un amplio arco que tiene su otro extremo en los papiros egipcios y los ideogramas chinos.

La polaridad palabra-imagen tiende a disolverse y, como en los niños y nuestros remotos antecesores, la relación se convierte en dialéctica, flexible, menos marcada por los intereses históricos y más volcada a la agilidad conceptual.

En esta trayectoria se ve y se lee claramente que los códigos textuales y visuales son múltiples pero el hombre es uno. 

 

El intento de Rimbaud

El famoso soneto “Vocales”, escrito por Arthur Rimbaud, es el intento más logrado por llegar a la sinestesia entre lo visual y lo auditivo. Se trata de la vieja ambición del arte de crear metáforas que abarquen distintos registros sensibles: con un pie en lo visual y otro en el lenguaje.

En el primer verso, el autor atribuye de una manera muy personal un color a cada vocal: poca gente asociaría la “a” con el negro y la “i” con el rojo. Después desarrolla cada vocal en imágenes. Para la “i”, “Risa de labios, bellos en la cólera o las embriagueces penitentes”.

El poeta no busca la asociación con el color a través de obviedades como “a”/blanco/ “Sábana”, sino que un subterráneo e intransferible sistema de emociones (que en algunos casos sólo el creador puede rastrear), va vinculando sonido e imagen.

Para el final, el poeta se reserva, no la “u” sino la “o”, la última letra del alfabeto griego, aquello que no permite ir más allá: “O, el omega, ¡rayo violeta de Sus Ojos!”.

Mientras que en todo el poema los símiles de los sonidos resuenan en objetos o a lo sumo aluden a lo humano fragmentado, es decir por sinécdoques –los labios de una bella, la frente de un sabio–, en el final aparecen los ojos, pero ahora, y por única vez en el texto, referidos al posesivo “su”, que señala y unifica a la vez al Otro y una relación especial significada por las mayúsculas.

¿De quién son esos ojos: ella, él, la divinidad, una abstracción, un misterio? En cualquiera de las acepciones posibles de ese “Sus ojos”, Rimbaud deja claro que sentidos, sonidos y colores se suspenden allí donde comienza cualquier forma de amor.


* Publicado en La Voz del Interior el 12 de julio de 2001.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *