Jorge Barón Biza | 22 de Julio de 2001|
Mis milagros/ Baladas hebreas
Else Lasker-Schüler
Edic. bilingüe, trad. Oscar Caeiro
Alción Editora
Córdoba, 2001
Else Lasker-Schüler nació en una familia rica, provinciana y judía, en 1869. Casada, se instaló en Berlín donde nació su hijo Paul. Estimulada por su madre al arte, publicó su primera colección de poemas en 1902. En sus libros posteriores retomó temas y poemas, los reformó y desarrolló. Insatisfecha con la vida burguesa que le daba su esposo médico, se divorció y se casó con Hervarth Walden, quien en 1910 dirigía la revista Der Sturm. Esta revista fue la columna vertebral del expresionismo durante sus primeros diez años y a través de ella conoció la autora a los pintores Kokoschka, Nolde, Kirchner y los escritores Döblin, Benn, Scheebart. En este período aparecen las dos colecciones que comentamos, publicadas ahora en edición bilingüe con traducción impecable de Oscar Caeiro.
En la década del 20, Der Sturm se decidió por el arte político, precisamente en el período en que tanto la burguesía como la izquierda bolchevique retiraban su apoyo a las vanguardias. Con este telón de fondo, la poeta se divorció por segunda vez y comenzó la parte sombría de su vida. Arrebatada por la vida bohemia, conoció las estrecheces. La muerte de su hijo en 1927 fue un golpe muy rudo. Else tenía un fuerte instinto de filiación y adoraba a su madre y a su hijo: “Nunca he visto la mañana,/ Nunca buscado a Dios./ Pero ahora ando en torno a los dorados miembros/ De mi hijo/ Y busco a Dios”, había escrito en la niñez del chico. Y de su madre: “¿Fue ella el gran ángel/ Que andaba junto a mí?(…) Si mi sonrisa no se hubiera hundido en el rostro/La colgaría sobre su tumba”.
Este hondo reconocimiento de las filiaciones se extiende también al terreno cultural: su poesía abreva tanto en lo hebreo como en lo alemán. Dentro del clima de amplia tolerancia que estimulaba su amigo Martin Buber, la poeta recibía la tradición católica y no veía inconvenientes en dedicar un poema a María de Nazareth (“Sueña, demórate, doncella María”) o al Dalai Lama (“Dulce hijo del Lama en un trono de plantas de almizcle,/ Desde cuándo besa tu boca a la mía…”). Ponía en práctica las ideas de Buber sobre poesía: la lírica no es nunca un ejercicio solitario, el Otro no sólo está implícito en el poema, sino que solicita permanentemente al poeta para conmoverlo y reconfortarlo.
Lasker-Schüler no dejó de publicar a pesar de las crecientes dificultades personales. Su obra –ahora estudiada en detalle– incluye prosa y teatro, en donde son más evidentes las huellas expresionistas. Llegó a obtener premios literarios de importancia nacional, pero en 1933 su vida giró bruscamente. Una banda nazi la apaleó con una barra de hierro. Sin volver a su domicilio, la poeta huyó a Suiza.
En el exilio, conoció las espaldas de muchos escritores, entre ellos Thomas Mann. Desarraigada, viajó en varias oportunidades a Jerusalén. Finalmente se radicó en la ciudad tres veces santa, pero los desengaños la habían convertido en una anciana excéntrica, que se paseaba por las estrechas calles con ropa anticuada y joyas inoportunas. La situación política de su nuevo hogar tampoco respaldó sus utopías de juventud. Murió en 1945 y fue enterrada al pie del Monte de los Olivos.
En las dos colecciones de este libro, de 1911 y 1913, es notable observar cómo la tradición cultural le sirve a la poeta como muro de contención a los excesos del expresionismo, que rápidamente se convirtió -en otros artistas– en una parodia retórica del vitalismo informal originario. Lasker-Schüler suma diversidades, pero obtiene un resultado de asombroso equilibrio, una vanguardia clásica.
La autora aprovecha la tradición de la balada alemana, tomada en el punto de madurez de Goethe y Heine, en el que el poeta no acompaña una acción sino que se integra a una atmósfera en un punto clave que no es necesariamente el de la culminación de la acción. De gran originalidad y audacia es por ejemplo “Faraón y José” en el que el punto de vista de la poeta es el descanso de ambos personajes bíblicos, unidos por una relación erótica en la que se sugiere lo popular (otro elemento de la balada) al sustituir el perfume por el trigo: “Faraón repudia a sus florecientes mujeres,/ Tienen el perfume de los jardines de Amón.// Su cabeza real descansa sobre mi hombro,/ que huele a trigo”.
Los pareados muy rítmicos de la balada clásica alemana se transforman en versos más tersos, menos cortantes, que dejan espacio para un erotismo suave, oriental y a veces indefinido.
Su manera de presentar los temas por imágenes –con algo de enunciación visionaria de los profetas–, sin acción, su apoyo en diferentes tradiciones y sus metáforas vanguardistas arrancan a estos poemas de la historia y los colocan con gran fuerza en las emociones del mito. No es extraño, entonces, que surjan, detrás de las exploraciones expresionistas, fuertes antecedentes románticos sumados al contexto judío: el cuerpo vinculado con elementos de la Naturaleza, el sentido siempre huidizo y siempre inminente de la noche, el amado como vía trascendente, singularizado tanto en el “Cantar de los Cantares” como en el individualismo romántico, el amor como clave del absoluto en ambas tradiciones.
Las desilusiones de Else Lasker Schüler son ya una de las claves del siglo pasado, pero, fuera de la historia, su poesía nos llega para reconfortarnos con un soplo perenne.
El paraíso perdido. Mis milagros/Baladas hebreas de Else Lasker-Schüller (reseña), Radarlibros, Página/12, Buenos Aires, 22 de julio de 2001.