Biografía

Jorge Baron Biza nació el 21 de mayo de 1942, en Buenos Aires, y pasó los últimos años de su vida en Córdoba, donde murió a los 59 años. 

A pesar de que el nombre de su abuelo materno –Amadeo Sabattini- designaba una de las principales avenidas de la ciudad de Córdoba y se divisaba –en letras de molde- en la fachada de varias escuelas y edificios públicos, Jorge se sentía como extraño en esa ciudad mediterránea.  

En cierto modo, era consciente de las huellas que había dejado en él esa condición errante que aparecía cifrada en una diversidad de nombres y lugares –a un lado y otro del océano– sin conexión aparente. Además de Buenos Aires, había vivido en Friburgo –una pequeña ciudad de la Suiza occidental-, en Montevideo, también en Rosario, La Falda, Villa María, Nueva York y Milán. Marcas de una existencia signada por incesantes traslados producto tanto de la turbulenta relación de sus padres como de los avatares políticos del país que lo habían llevado a rebotar de ciudad en ciudad durante gran parte de su vida. “Siento que escribo desde la mitad del Atlántico. Estoy con un pie en Europa y otro en América”.

Sólo seremos un texto

Dos días antes del atentado a las torres gemelas en Nueva York, Jorge Baron Biza se arrojó desde el doceavo piso de su departamento ubicado en el centro de la ciudad de Córdoba. Imposible imaginar en ese momento que su única novela, El desierto y su semilla –publicada en 1998 en una edición que pagó de su bolsillo– iba a ser elegida por la revista española Babelia, en 2016, como uno de los libros más destacados de la literatura de habla hispana de los últimos tiempos, además de ser traducido al francés, italiano, holandés e inglés, un privilegio del que gozan apenas un puñado de escritores argentinos. Menos aún, podía sospechar que la revista The New Yorker –una centenaria e influyente publicación en la que pocos escritores argentinos fueron alguna vez reseñados– le dedicaría un artículo central en agosto de 2018.

El salto al vacío vino a confirmar algo que todos daban por descontado. “Una gran corriente de consuelos afluyó hacia mí cuando se produjo el primer suicidio en la familia. Cuando se desencadenó el segundo, la corriente se convirtió en un océano vacilante y sin horizontes. Después del tercero, las personas corren a cerrar la ventana cada vez que entro en una habitación que está a más de tres pisos. En secuencias como ésta quedó atrapada mi soledad”. Esas líneas consignadas en la solapa de su libro –quizás como desahogo, quizás como plegaria– finalmente devinieron en profecía y Jorge Baron Biza murió sin saber que su obra, con el paso del tiempo, iba a cobrar una dimensión impensada.

Además de El desierto y su semilla, Jorge Baron Biza escribió otra novela que aún permanece inédita. De ella sólo conocemos un fragmento que el autor envió, en forma de anticipo, a un blog y que incluimos en la sección Archivo / Literatura y Ensayo. Mirá el fragmento de la novela inédita aquí.

No hay cosa así

Córdoba era una caja de resonancia de las tragedias familiares de los Baron Biza y cuando Jorge eligió ese lugar para radicarse definitivamente también eligió enfrentar los fantasmas del pasado y aproximarse al ojo de un torbellino amenazante que podía arrastrarlo. 

Un monumento en forma de obelisco atraía como una aguja imantada las limaduras y filosos recortes de una historia difícil. Emplazado en cercanías de Alta Gracia –una localidad ubicada a pocos kilómetros de Córdoba capital– había sido construido en 1936 por su padre, Raúl Baron Biza, para honrar la memoria de quien fuera su primera esposa, la actriz y aviadora Myriam Stefford fallecida en un accidente aéreo. 

La magnífica tumba de ochenta y dos metros de altura –erigida sobre los restos de la joven aviadora y donde supuestamente también habían sido enterradas sus joyas– alimentaba todo tipo de fantasías y especulaciones entre el público cordobés. Años más tarde, la muerte de Rául Baron Biza –cuyas cenizas fueron esparcidas en soledad por su hijo, Jorge, en las inmediaciones del monumento– sumada a los dramáticos sucesos que rodearon la partida del magnate no hicieron más que acrecentar la leyenda negra del mausoleo abandonado. 

En el imaginario popular se fueron fusionando los nombres de esa saga familiar y se confundieron acontecimientos, protagonistas y momentos históricos, hasta quedar todo perfectamente engarzado por el hilo de la tragedia y la locura. Si bien el monumento era una extravagancia, a la vez que un reflejo acabado de un acto de amor y desconsuelo, para Jorge Baron Biza constituía además una de las máximas manifestaciones del futurismo en nuestro país, de ahí su interés por la conservación del monumento y las gestiones desesperadas durante sus últimos años de vida para evitar que alguna vez fuera derrumbado, ya sea por efecto de la desidia, la incomprensión o la codicia: “Tiene un interés humano y de leyenda, pero también quisiera que se reconozca su valor arquitectónico. No hay cosa así en la Argentina, y debe haber pocas en el mundo”.

El nombre en disputa

Jorge fue uno de los tres hijos del matrimonio conformado por el escritor Raúl Baron Biza y su segunda esposa, Clotilde Sabattini, militante radical y feminista.  Su padre es autor de una obra literaria apenas recordada que se publicó con gran repercusión entre las décadas de 1930 y 60 en nuestro país. Porque me hice revolucionario (1934), El derecho de matar (1933), Punto final (1942) y Todo estaba sucio (1963) fueron algunos de los títulos con los que este singular personaje se ganó un lugar en las páginas más extravagantes de las letras vernáculas y el mote de “escritor maldito”.

Menos conocido es que Raúl Baron Biza, en 1926, editó “Charleston”, una publicación lujosa y efímera sobre el mundo del teatro de revistas, en la que aparecían insinuantes fotografías de las vedettes del momento junto con un popurrí de relatos sobre estrenos de obras, chismes, caricaturas y una suerte de guía con los principales entretenimientos nocturnos para la aristocracia porteña. Plumas, piernas, brillos y champagne. El contenido puede adivinarse con la mención de algunos ornamentos propios del ambiente de cabaret y la farándula de los años ’20. Tal vez éste no sea más que un dato de color, pero permite una aproximación al conjetural análisis de las rupturas y continuidades entre las trayectorias de padre e hijo. 

Entre 1986 y 1991, Jorge Baron Biza se desempeñó como jefe de redacción y subdirector de La revista, una publicación al estilo “ricos y famosos” en la que se exhibían, como en una pasarela, los avatares de los personajes más reconocidos del espectáculo, la moda y la alta sociedad. La anécdota, igualmente, constituye un eslabón necesario para comprender por qué la diferenciación de esas dos figuras, que aún persisten en estado de espectral simbiosis y unidas por el halo siniestro ceñido sobre ese apellido, constituía para Jorge Baron Biza una materia pendiente: “Empecé a escribir muy tarde. Tal vez porque temía que me confundieran con mi padre, él mismo un escritor notable. Ahora tengo un cierto apuro. Tengo 57 años y no gozo de buena salud”

Las incomodidades y oscilaciones que relataba Jorge Baron Biza en torno a la definición de su propio nombre también forman parte de ese ¿quién es quién?, un juego de velos y apariencias en el que la carta del deseo resulta la más valiosa. “Originariamente fui inscripto el registro civil como Jorge Baron Biza. Cada vez que mis padres se separaban, la conciencia feminista de mi madre exigía que se me agregase el Sabattini de su familia. Mi nombre actual es Jorge Baron Sabattini. No sé si Jorge Baron Biza debe ser considerado mi otro apellido, mi patronímico, mi nombre profesional o un desafío”

Estrella rosa

Rosa Clotilde Sabattini alcanzó notoriedad pública por su desempeño en el ámbito político y educativo a mediados del siglo pasado. Hija del líder radical y gobernador de la provincia de Córdoba, Amadeo Sabattini, Clotilde participó desde muy joven en las filas femeninas del radicalismo. 

Como activista por los derechos políticos de la mujer, tuvo su propia columna en La semana radical (1946), el periódico que editaba y dirigía su esposo, Raúl Baron Biza. Desde esa tribuna, Clotilde bregaba por la igualdad política, el voto femenino y por una mayor participación de las mujeres en la función pública. También analizaba los avances del feminismo en Europa y Estados Unidos y resaltaba con convicción la importancia de que las mujeres alcanzaran la emancipación social, política y económica. 

Con la llegada del peronismo al poder, Clotilde conoció la cárcel y el exilio. Pero el punto cúlmine de su carrera se produjo durante la presidencia de Arturo Frondizi, cuando fue designada presidenta del Consejo Nacional de Educación (1958-1962). Desde ese cargo, al que nunca antes había llegado una mujer, impulsó leyes pioneras en materia educativa -como la sanción del estatuto del docente-, promovió el régimen de doble escolaridad y también las cooperadoras escolares. 

Líquido corrosivo

La estrella de Clotilde comenzó a apagarse el 16 de agosto de 1964 cuando, tras incontables idas y vueltas, pactó reunirse –en presencia de sus abogados– con Raúl Baron Biza para acordar los términos del divorcio sin sospechar que el encuentro era, en realidad, una emboscada. Baron Biza había preparado la escena: una botella de whisky cargada con ácido, previa determinación de lanzar ese líquido corrosivo sobre el rostro de quien hasta entonces había sido su esposa. 

Clotilde tenía cuarenta y cinco años y ese episodio marcó, además del comienzo de un infructuoso periplo para reconstruir su propio rostro tras recibir la agresión –narrado con minuciosidad y delicadeza por su hijo en El desierto y su semilla–, el inicio del desmoronamiento familiar. 

A ese acto infame, le siguió –en horas– el suicidio de Raúl Barón Biza, años más tarde –en 1978– el suicidio de Clotilde, luego el de Cristina –la hija menor del matrimonio–. El ácido no sólo borró las líneas armónicas que definían el perfil de una atractiva mujer –tenía un parecido asombroso con la actriz estadounidense Susan Hayward–, sino que también carcomió los demás acontecimientos de su vida. Los diferentes momentos en los que se escalonaba la biografía de Clotilde Sabattini quedaron finalmente subsumidos y anudados en ese fatídico suceso.

Quizás por esa razón, Jorge Baron Biza, se propuso rescatar –mediante un proyecto de escritura que nunca concretó– la imagen de aquella mujer profesional, moderna y militante que alguna vez supo ser su madre. Como explica Christian Ferrer, “seguramente Raúl Baron Biza tenía plena conciencia, antes de agredir irreversiblemente a Clotilde Sabattini, de que el estigma de la infamia lo iba a acompañar en la muerte, en tanto y en cuanto alguien recordara su nombre o sus libros”, pero posiblemente no calculó que el líquido corrosivo derramado en esa escena alcanzaría, tarde o temprano, a los demás miembros de la familia.

Culto y popular

La obra periodística de Jorge Baron Biza fue publicada con cuentagotas, a lo largo de su vida. La reputación y el reconocimiento como escritor, le llegó cuando ya había muerto.

En 1999, había logrado concretar la publicación de Los cordobeses en el fin de milenio (Ediciones del Boulevard), un libro que recopila una veintena de artículos periodísticos escritos junto con su colaboradora, Rosita Halac. Esos escritos rebosantes de detalles y referencias del mundo urbano se lucen en la voz de un narrador exquisito, capaz de combinar la sencillez de un relato callejero con pinceladas de notable erudición. 

Jorge Baron Biza, con el traje de flâneur, no se priva de invocar al naturalista Georges Cuvier para introducir el tema de las catástrofes hogareñas ni de recurrir a Ambrose Bierce para analizar los graffittis callejeros o arrancar con un pensamiento de Heidegger (“el lenguaje es la casa del ser”) para sumergirse en el estudio de las jergas de los adolescentes. Y lo hace con oficio, acompañando al lector para que avance con soltura por los renglones, sin tener que sufrir los sobresaltos de una cita con fórceps o caer víctima de alguna operación lingüística artificiosa propia del intelectual presumido.

Numerosos críticos y escritores de renombre se ocuparon póstumamente de la obra de Jorge Baron Biza. En nuestro país, Christian Ferrer, Alan Pauls, Daniel Link, Sylvia Saítta, Antonio Oviedo, Silvio Mattoni, Guillermo Saccomano y María Moreno, son algunos de los intelectuales que repararon en el tinte prodigioso de su escritura. 

Además de celebrar su novela, algunos de estos autores siguieron su estela hasta los confines de los suplementos dominicales y las revistas culturales donde Jorge Baron Biza dejó, con sus exquisitas notas, un cielo centellante de agudas observaciones y las más variadas citas de la cultura universal en forma de retratos, reseñas y crónicas.

Comprender su obra desde la perspectiva humanística es una posibilidad para superar las dificultades que supone encasillar a Jorge Baron Biza como “hombre de letras” o como “periodista cultural”, en forma separada. Como sostiene Juan Carlos González -editor del suplemento cultural de La Voz del Interior donde trabajó Baron Biza- es necesario situar a este autor en la corriente de “un humanismo universal, fuertemente solidario y entendido como aquel que concibe que el hombre es lo que hace. O mejor aún: lo que él decide ser libremente”. 

En 2010, un libro compilado por Martín Albornoz, titulado Por dentro todo está permitido (Caja Negra), nos permitió asomarnos a su obra periodística y conocer el laboratorio en el que se fraguó su método de escritura. En el análisis de esos escritos, María Paulinelli reconoce la dimensión humanística de la obra de Baron Biza: “Hablaba a los otros hombres, mientras hablaba de sí mismo, desde la libertad que confiere el hablar desde adentro, allí ‘donde todo está permitido’”.

Entre los hilos que componen la sofisticada trama de su producción, encontramos infinitos cruces y ramificaciones capaces de desbordar las dicotomías con las que se suele encorsetar al periodismo cultural y que establecen falsas líneas divisorias entre la cultura de elite y la cultura popular. Según Christian Ferrer, el oficio de crítico de arte y la redacción de crónicas urbanas era una combinación posible “porque Jorge Baron era culto podía prescindir de la jerga académica y porque era libre se interesaba por la cultura popular”.

La vida y la muerte

¿Qué puede suceder cuando “el pasado empuja”? Algo de esa pregunta aparece en la crónica periodística que Jorge Baron Biza escribió tras la muerte de Alberto Olmedo, en 1988. Lirismo, pudor, suspenso, compasión y rigor en el análisis. Es un texto magistral que lo tiene todo y debería considerarse entre las mejores piezas de la historia del periodismo cultural argentino. La tragedia del actor es reconstruida a la luz de los acontecimientos del pasado –la historia del teatro nacional, la comedia, el circo criollo, la revista porteña, las figuras de la calle Corrientes, el cine, los sets de televisión– en un narración que parece cobrar sentido a través de la mirada de un cronista dispuesto a bucear en las profundidades del alma hasta encontrar las palabras justas, que le den un sentido al absurdo de la muerte.

Es la nota de un adiós en la que el autor pulsa con suavidad la cuerda del reír y el llorar. En una segunda línea, es también el relato en caliente de un presunto suicidio (alguien cayó al vacío y no sabemos cuánto hubo de voluntad, cuánto de azar, en esa secuencia) y un primer examen de la zona afectada por el desastre. 

Escrita con la convicción de que el sentir popular merece el más hondo reconocimiento y que las frases para despedir a un personaje arraigado en el corazón de millones de personas deben bordarse con un hilo dorado sobre el fondo oscuro de la página, Jorge Baron Biza persigue un objetivo noble: abrigar con su texto al hombre de a pie y ayudarlo a encontrar en esas líneas algo de consuelo y resignación. Más que oficio y manuales, sabe que para narrar un suceso de estas características se requiere de una inmensa sensibilidad. No necesita testigos ocasionales ni recurrir a la fría letra de un parte policial.  

El cronista hace una lista de quienes van a extrañar al actor tras su partida. Además del público –sumergido inicialmente en una sensación de desamparo y orfandad–, están los familiares, las amistades y los compañeros de escenario. Porque “Olmedo era más que un cómico. Era un planeta completo. Con estrellas que giraban a su alrededor”. 

El texto busca allanar el escarpado camino hacia la resignación, anticipándose a los sentimientos que sobrevendrán: el vacío por la ausencia y el desconcierto por el tiempo que necesariamente deberá transcurrir hasta que vuelva a nacer un nuevo ídolo popular. 

“¿Qué pasará con los que quedan?”. Consciente de los efectos devastadores que produce la pérdida de un ser querido, Jorge Baron Biza asume que la vida de los que quedan se ha transformado “en una desértica pradera”. El escrito, publicado trece años antes de su propia muerte, parece un cofre lleno de secretos. “La vida y la muerte están separadas por una débil pared, delgada como una hostia”. Con la calma de quien ha estado en los bordes y sabe que ahí no hay nada, Jorge Baron Biza sale al encuentro del lector conmovido. “Nada perece, todo avanza hasta llegar a la inmortalidad” (Oscar Wilde). Será que hay algo más y no siempre todo pasa.

Fernanda Juárez

1. “La novela de una vida”; entrevista de Ricardo Ibarlucía. Revista Trespuntos, Año 2, número 59, Buenos Aires, 19 de agosto de 1998.

2. “Quiero que el monumento se preserve”, entrevista a Jorge Baron Biza en revista Infierno Grande, Córdoba, sin fecha.

3. “Desintegración”, entrevista de Daniel Link en Página/30, número 105, Buenos Aires, abril de 1999.

4. Baron Biza, Jorge; El desierto y su semilla, Editorial Simurg, Buenos Aires, 1998, pp.248-249.

5. Ferrer, Christian; Baron Biza, el inmoralista, capítulo I “El hijo”, Sudamericana, Buenos Aires, 2007, p.29.

6. González, Juan Carlos; El frágil esplendor de la semilla Narvaja Editor, Córdoba, 2004, p.20.