Jorge Barón Biza | 1998
Arón pidió que su cuerpo fuera cremado y las cenizas esparcidas en torno del monumento que le había construido a Cloë. Cuando llegamos, advertimos que el terreno que quedó como propiedad familiar en torno del obelisco de más de setenta metros, después de las ventas apresuradas de Arón, era tan pequeño que no había espacio suficiente para esparcir las cenizas.
Antes de morir, hubo de imaginarse una ceremonia crepuscular, entre los olivares que sembró en su estancia, y que treinta años después prosperaban a pesar de que nadie los cuidaba desde mucho tiempo atrás. Suponía que sus cenizas sutiles se adherirían a las hojas o se infiltrarían en el suelo para alimentar las raíces y aparecer transubstanciadas en la pulpa de los frutos. Quería que su cuerpo se incorporase a la tierra y estaba convencido que de ese modo iba a cambiar el mundo. Pero en los tiempos de su entierro efectivo, a mediados de los sesenta, los olivos ya estaban vendidos, del otro lado del alambrado. La tarde era oscura, ventosa, y la luz se había quedado del otro lado de las nubes.
Nos reunimos, mi tío Juan María, el cuidador del monumento, una amiga de Juanito que se escondió en el coche y echaba temerosas miradas azules, y yo… además de Arón, que ya cabía en una caja cúbica de unos treinta centímetros de lado. Una vez que comprobamos que, por falta de espacio, resultaba imposible cumplir la voluntad póstuma del cenizado, todos dudamos largamente. El cuidador propuso subir hasta la cumbre del monumento y arrojarlas desde allí. Era el único poeta del grupo, sin duda, pero ya la ancianidad no le permitía caminar, y mucho menos subir los 241 escalones del monumento. Yo consulté el nivel de mi petaca y supe que tampoco podría hacerlo. El tarambana de Juan María pensó unos segundos y racionalizó:
–Es un disparate. Las cenizas van a caer en cualquier parte. Hasta nos pueden acusar de diseminar sustancias tóxicas. ¡A ver! –se dirigió al cuidador con un billete en la mano-. Cave un pozo de unos cincuenta centímetros. Mañana compre un olivo y plántelo en el pozo.
Cuando el cuidador empezó el trabajo, él se fue a charlar con su amiga. Yo me senté, alejado, mirando a contraluz la figura del viejo servidor canoso –todavía fiel y enamorado de Cloë– que se esforzaba con la pala. Tomé unos sorbos. Una vez que el cuidador hubo terminado su tarea con dificultad y sin ayuda, nos quedamos largo tiempo esperando que Juan María regresase. Lo tuve que llamar. Volvió de mala gana.
–Bueno. Ahora hay que poner las cenizas en el pozo.
–Ah, ¡no! Señor Juan María, con los difuntos no quiero tratos.
El cuidador se alejó ofendido y asustado. El sol estaba en las últimas, y las sombras se convirtieron en grandes manchas a las que apenas parecían adheridas los cuerpos. Juan María permaneció a cinco pasos del pozo y de la caja; me miró con calma. Mascullando quité la tapa. El polvillo en reposo resplandeció en la penumbra acechante. Tomé un sorbo de la petaca y sin pensarlo dos veces volqué las cenizas sobre el pozo, en el preciso instante en que se levantó una ráfaga. La mayor parte llegó al fondo, pero una cantidad apreciable se arremolinó en torno de mí, haciéndome toser cada vez más fuerte a medida que las partículas impalpables descendían por mis pulmones. Tomé dos largos tragos de la petaca, mientras una nube de retazos plateados se alejaba más allá del alambrado, hacia los olivos.
–¡Mirá cómo te has ensuciado! –exclamó Juan María, y fue a cubrir con diarios el asiento trasero de su coche.
Me llevó directamente a la estación de ómnibus, porque yo tenía que regresar a la capital para atenderla a Eligia en la clínica, y él quería irse con su amiga.
En el baño de la estación me lavé las cenizas más evidentes, las que habían quedado encima de mis cejas y en mis manos. También pude sacudirme en parte las que habían quedado sobre mis pantalones y el blazer de gabardina gris oscura con cinturón (modelo que había copiado a Arón), pero muchas de las limaduras de lo que había sido un cuerpo se resistían a dejarme, principalmente las que se habían colado en mi cuello o se habían instalado en mis cabellos tiñéndolos de canas. Durante las diez horas de viaje, en la penumbra del ómnibus, estuve metiéndome los dedos en las orejas, la nariz, la pechera y el cuello de la camisa, de manera que mi compañero de asiento se mudó prudentemente, convencido de que yo estaba ensarnado o apestado.
* Publicado en la revista cordobesa El Banquete nº 2 en 1998.