Los interrogantes del siglo

Jorge Barón Biza | 20 de Agosto de 1998|

Con el artista alemán Anselm Kiefer, que actualmente expone en la fundación Proa de Buenos Aires, vuelve la pintura histórica y se plantean cuestiones fundamentales que remiten a la ética de la existencia personal y al pasado de las naciones. Después de la “etapa neutra” del arte alemán de posguerra, Kiefer presenta una obra que se vincula con las viejas tradiciones de la plástica occidental.


El polémico Anselm Kiefer (1945) se presenta, hasta el 20 de setiembre, por primera vez en la Argentina. Sus obras traen una ráfaga de inquietantes problemas.

Los trabajos pertenecen a la década actual y son heterogéneos: desde las turísticas páginas del libro L’Auvergne (la creación de libros-objeto es una de las características de Kiefer), a los trabajos inspirados en distintas tradiciones simbólicas como el libro-objeto Letanías laurentianas (o de Loreto, letanías en honor a la Virgen), cuadros como Sefirot (la tradición cabalística provenzal que interroga sobre el alma del Dios oculto), la instalación Mujeres de la revolución, hasta culminar en Caminos de la mundanidad de la batalla Hermann (en la que las tribus germanas rechazaron la invasión romana) o Tengo todas las indias en mi mano.

Como se puede apreciar por los títulos, la variedad de temas vinculados con el pasado es enorme. Kiefer se destaca por ser el artista que ha puesto sobre la mesa la historia alemana, en concreto, el que ha echado una mirada sobre la Alemania nazi.

En sus obras de los ’70 y ’80 Kiefer pinta imágenes de templos descuidados, sin figuras humanas (no es un gran dibujante ni colorista), que aluden directamente a la monumentalidad de los años ’30, pero también a la constante tradición espiritualista germana, que se remonta por lo menos a la primera generación romántica, la de Novalis, la que quería cambiar volando el mundo, y no soñar en él.

Las alas, en Kiefer, tanto las de los personajes legendarios como las de los aviones, son de plomo.

 

Claves sin cerradura

El arte alemán, después de 1945, tomó un camino de asepsia abstracta o expresionismo individualista extremo. Fue el “punto cero”, un supuesto recomienzo. Hubo logros importantes, pero a medida que pasaban los años se hizo cada vez más claro que una de las funciones de este arte de posguerra era tapar el pasado.

Por su parte, la historiografía esbozó dos interpretaciones: el fenómeno nazi fue una desviación de la trayectoria alemana y había que “normalizar” la situación, o por el contrario – Hans Wehler y Jürgen Kocka -, el nazismo es rastreable en la historia alemana hasta en el siglo XVIII o aun el XVI, y latió en la vieja nobleza terrateniente y en la gran burguesía industrial.

Kiefer se resuelve por una insignificación múltiple en la que el meticuloso tratamiento de la materia pictórica, erosionada, quemada y perecedera (trabaja por ejemplo con paja, plomo, tierras), los vacíos y las sutiles perspectivas con horizonte alto, imponen una violencia escondida en la ritualización de lo primitivo, una violencia que se difumina como una atmósfera más que como una voluntad.

Su cuadro famoso, Los héroes espirituales de Alemania (una lista seleccionada por Kiefer que no refleja el espectro amplísimo de pensadores germanos), representa un templo de madera vacío, con nombre y llamas votivas que no suscitan en el público ningún calor, ninguna llamada, sino tal vez un sobrecogimiento aterrado.

Surge entonces el tema de la ruina, con su capacidad de disociar los materiales de su significado histórico, y – sobretodo – con su capacidad de ironizar y melancolizar sobre los esfuerzos constructivos del hombre.

Este arte cierra la curva abierta por De Chirico: la pintura “metafísica” ha sido abandonada por la metafísica, sólo quedan descuidos, detritos y grafitos como ámbito natural de las alegorías perdidas. Lo que no está tan claro en el mensaje de Kiefer, es si las alegorías están verdaderamente perdidas. Detrás de las imágenes desgastadas, hay una obsesión por la tierra (tanto como elemento plástico como motivo de paisajes) y los fluidos corporales (algunos de los libros-objeto están regados con su semen). Tierra y sangre son precisamente los elementos de las ceremonias que tanto fascinaron a los europeos fascistas en la década del ’30.

Kiefer entreabre la puerta sobre esta inquietante imaginería, y hace bien en mantener un punto de interrogación sobre ella, precisamente en el momento histórico en el que los nacionalismos devienen continentalismos. Pero la alegoría no es la historia, y Kiefer trabaja con alegorías. ¿No queda así la puerta un poco más entreabierta? Para combatir el mito del fin de la pintura, ¿no está confiando este artista en el mito de la derrota del nazismo?

 

Una realidad punzante

El gran coraje necesario para tomar el toro por las astas, sin saber si se va a poder dominar al toro, ubica a Kiefer y su arte en una posición valiosa y vulnerable, junto a la historia y la cultura. Aunque la manera de vivir esta toma de conciencia sea encarnada y existencial, es una respuesta de profunda autenticidad frente al arte de medios y el manipuleo de información al que nos estamos acostumbrando.

En declaraciones del ’86, Kiefer dijo: “Los americanos nos absolvieron de nuestras responsabilidades con paquetes de ayuda y democracia. La búsqueda de nuestra identidad fue pospuesta… se podía creer que en 1946 empezábamos de nuevo. Todavía hoy hablamos de punto cero. Pero eso no es posible, no tiene sentido… Usted (dirigiéndose a Joseph Beuys, que intervino en el coloquio) ha revolucionado el arte, pero no veo que haya cambiado directamente la sociedad. Ha retratado lo que no existió”.

Estas palabras implican una necesidad de realidad y se inscriben en una nueva curva contradictoria, por lo que Kiefer se remonta a través del realismo germano que atraviesa el siglo 20, cobijándose en las derechas hasta Wilhem Leibl (1844-1890), el fundador del realismo germánico decimonónico, discípulo desde Courbet, el pintor socialista que terminó sus días en destierro por participar en la comuna de París.

El realismo de Kiefer lo ubica frente al ciclo de las vanguardias de este siglo: todo lo que encerró el proceso de la modernidad desde el rechazo del camino cognoscitivo, la adoración del presente, la prescindencia ética, la artificiosidad espectacular, la búsqueda del efecto, la disolución del sujeto y su psicología, queda cuestionado por la romántica pintura de Kiefer. Una manera de cerrar el siglo.

Quedan planteadas cuestiones fundamentales. Quedan ahora planteadas en un país que perdió una guerra y que durante 18 años prohibió que se pronunciase el nombre de uno de sus personajes históricos. Un país en el que pocos artistas se atreven a mostrar hasta qué punto son violentos sus habitantes cuando hablan, cuando manejan un automóvil o transmiten información.


“Los interrogantes del siglo”, La Voz del Interior, sección Cultura, Córdoba, 20 de agosto de 1998.

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