¿Dónde estás, mi amor?

Jorge Barón Biza | 2 de Septiembre de 2001|


¿Cómo podría jamás dudar de tu amor? ¿Podrías acaso dudar del mío? Amo sin vacilaciones tu pelo de un color tan rico, con esos matices rubios, castaños y hasta algún destello oscuro. Por las mañanas, después de tu partida, he recogido unos pocos cabellos tuyos que quedaban sobre la almohada y los he guardado, como una limosna de tu esplendor. De tus fotografías, aunque todas sean testimonio de lo perfecto, prefiero los perfiles, por ese dibujo de la nariz, que sube primero y baja después, por esa frente tan grande que permite que tu cabellera vuele libre y alta, independiente de la alegría de tus ojos.


¡Y tus ojos! Como el pelo, tan ricos en matices que nadie se atreve a afirmar que sean celestes, pardos o negros. Son como una totalidad, como un universo del cual nada puede estar ausente.


Tan rica tu imagen que desborda mi pobre imaginación. Ahora ya no bastan las palabras. Busco tus fotos. Están en la carpeta azul. Busco la carpeta azul… No está. ¿Puede ser que la haya tirado junto con las carpetas de archivos periodísticos? ¡Tan chico el bulín y tan grande mi amor por vos!


Te necesito desesperadamente. Ya aparecerán las fotos. Pero tengo tus pelos de la almohada. Los guardé en el cubilete de los lápices y biromes, para que me inspires… No están. La muchacha que limpia es una obsesiva, no se le escapa nada… ¿Hasta qué punto eran rubios, cuánto tenían de morochos?


Necesito algo tuyo. Hace tan poco que te vi y no puedo recordar exactamente dónde empieza a curvarse tu nariz. Estas dudas me ponen nervioso y los nervios me hacen dudar más todavía. Tu frente se agranda hasta el abismo. Tus cabellos vuelan y se pierden más allá. No me abandones de esta manera cruel.


Hay una certeza: ¿te acordás de los garabatos que hacías en una hoja de bloc mientras hablabas por teléfono con tu amiga Marta? Vos no lo sabés, ¡pero los guardé, los atesoré! Los uso como marcador. Están en la novela que leí anoche.
No me vas a abandonar. No te me vas a escapar. Hasta recuerdo la página: 147. ¿Ves?: 90, 102, 136, 145, 146, 147. Aquí están… No son garabatos tuyos, son garabatos de Mirta. No puede haber duda. ¡Mirta! ¿De qué color tan complejo, matizado y teñido era el pelo de Mirta?


Tiene que haber existido alguna diferencia entre vos y Marta. La existe: vos sos el amor de mi vida, el motivo de todo lo que hago. Mirta fue una aventura maligna tramada por ella misma. Además, nada de Mirta es comparable a vos.


El espíritu de Mirta es rastrero. Siempre está escuchando la conversación de al lado, no como vos, que mirás de frente, con esa sonrisa sin tácticas. No pueden ser iguales; no deben ser iguales. Me impongo como obligación diferenciarlas. Es una necesidad ética. Pero si ahora entrase un extraño no podría decirle que Mirta es rastrera y vos franca: lo tomaría como una declaración de simpatía y antipatía, no como una diferencia real. Apenas una diferencia arraigada en mi mirada y en ningún otro terreno sólido.


Siempre, la mirada, sospechosa. Qué foco de vagabundajes, metamorfosis; qué vía de escapes, qué vómito de lo que creemos ser. El lunar en el omóplato: ¿tuyo, o de Mirta? Aunque lo sepa, qué importa. No lo puedo demostrar.


Tendría que haberte amado delante de testigos. Por tu bien: para que las verdades quedasen establecidas… ¿Testigos que establecen las verdades como en los Tribunales?: da risa. Testigos que también tienen miradas, por donde se escapa y transforma todo lo que supieron.


Quizá la culpa sea tuya. ¿No debiste dejar alguna certeza? ¿No debiste ocuparte muy especialmente de dejarla? A mí ya no me queda otra solución que la indiferencia. Da lo mismo que el lunar sea de Mirta, la indigna, o tuyo, la sublime. Así, la sublimidad es una indignidad. Es un alivio.


Las dejo confundidas: una pierna con ese vello rosadito que brilla al sol de tu cuerpo perfecto y otra con esos pelos negros y gordos que a Mirta se le escapan cuando se depila; un pezón afrutillado, otro arrepollado. Frankenstein es la única identidad posible. La confusión tampoco debe ser simétrica, ni por piezas completas: no una pierna entera con vello adorable. Eso todavía no sería confusión: parte de una pierna con vello adorable y siempre la posibilidad de encontrar entre la pelusa rosada el pelo gordo… Me hallo a mí mismo descreándolas a ustedes, mis amores imposibles. Eso es lo que soy.


Y en última instancia, ¿esa cualidad inasible tuya y de Mirta no es una identidad común? Ya sé que no son la misma persona, pero se reúnen en ese prefijo maldito “in”: inasibles, inidentificables, indiferenciables. ¿No se merecen ustedes un enamorado como yo?… Es un largo camino para la amada inmortal, pero lo hemos recorrido los tres. Que nadie quiera retroceder. No es el tiempo de los nombres. Si nos hubiésemos librado del tiempo también nos habríamos librado de todo este laberinto; todo, entonces, recién creado: todo indudable, indiscutible, intransferible… in… in… in… todo inasible, inidentificable, indiferenciable.


¿Dónde estás, mi amor? (cuento), Radarlibros, suplemento Página/12, Buenos Aires, 2 de septiembre de 2001.

Nota Original

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