Calvino el joven

Jorge Barón Biza | 21 de Septiembre de 2000|


“Por último, el cuervo”, por Ítalo Calvino, Tusquets Editores, Barcelona, 1999.

Después de sus primeros dos años en la tropical Cuba, Ítalo Calvino pasó su infancia y juventud en Italia, entre plantas exóticas que su padre coma botánico, cuidaba y estudiaba. Esta edad dorada terminó abruptamente con el ingreso en la resistencia y el Partido Comunista.

Los cuentos de este primer período (1943- 1947) forman el libro (una oscura tirada de 1500 en el ‘49, recibida en la penumbra crítica) que inaugura la obra de Calvino y refleja exactamente lo que estaba ocurriendo con la vida del escritor. El candor adánico chocaba con la línea realista impuesta por el partido (“El ojo del amo”, “Los hijos holgazanes”, “De padre a hijo”), y parece que salieran perdiendo los dos: Calvino fuerza en dirección equivocada sus talentos, y los comunistas se quedan sin un afiliado. Pero la experiencia no es vana para el cachorro de escritor. En este aspecto los cuentos del libro son un material muy claro para analizar lo que vendrá después. Supo conservarla sabia inocencia que reaparecerá una y otra vez a partir de la trilogía de los antepasados y las Cosmicómicas, enriquecida con un humor inconfundible; Supo también renunciar a una corrección política que lo limitaba artísticamente y a un realismo que lo violaba, guardando de éste tan solo el tono zumbón de fábula popular (“Hombre en tierras yermas”) de los cuentos folclóricos -que tanto aprovecho también Pasolini- y el recurso de intensificar la imagen hasta que parezca irreal (“Un barco lleno de cangrejos”).

Se evidencia entonces cuanto a construcción propia hay en la estética de Calvino, hasta qué punto su fantasía es consciente (“Angustia en el cuartel), y cómo esta fantasía consciente lo diferencia de Pasolini pero también de su admirado Carroll. Además, queda muy clara la influencia de Chaplin en la estética calviniana (“Robo en una pastelería”)… y así su expresividad se acerca otra vez a Pasolini. 

Estos serpenteantes paralelos estéticos que aproximan y alejan a los dos grandes artistas solo sirven para enriquecerlos a ambos. Vive en el momento histórico exacto en que el exceso de racionalidad tecnológica ha explotado en autoritarismo, y fuerza en ellos el regreso de la fantasía. En Pasolini, tiene el sabor del idealismo; en Calvino, el de la ambigüedad (de allí el valor emblemático del título de “Por último, el cuervo): las apremiantes dudas de su tiempo le sirven para ascender a esa fantasía, una fantasía que llegó muy pronto a nuestras costas con el sabor personal de Angélica Gorodischer; una fantasía respetuosa (“Deseo en noviembre”), casi tímida, que no quiere llevarse por las orejas lector; una sensibilidad que siente horror por esos arreos humanos (“Van al comando”) tan propios de las guerras y que se proponen no tratar así a los lectores.

Sin embargo, el mundo que Calvino dejaba entrever mientras escribía estos cuentos, y que habrá de madurar pronto, no es tan incompatible con la ideología como alguna crítica propuso en su momento. Después de todo, las oposiciones muy marcadas y asertivas son tan propias de la ingenuidad folclórica como del marxismo clasista a ultranza de aquella época” (“Ahorcamiento de un juez”). Con mucha facilidad, entonces, el autor vuelca en los espacios del folclore y las luchas partisanas: el peligroso viaje que es también una prueba personal (“El hambre en Bevera), “Miedo en el sendero”), el bosque que fracciona el espacio (“El bosque de los animales”), los deambulares de los seres atrapados por fuerzas superiores (“Esperando la muerte en un hotel”), ya sea la historia, burocracia de guerra o el destino resignado que rige en la cultura popular. Por momentos, parece una ilustración anticipada de Todorov.

En síntesis, un libro que pierden la comparación con las grandes obras del autor, pero sin el cual no se pueden comprender. 


“Calvino el joven”, en La Voz del Interior, Córdoba, 21 de septiembre de 2000.

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