La novela de una vida

Por Ricardo Ibarlucía | 19 de Agosto de 1998

A los 57 años logró conjurar la tragedia de su vida en una novela. El desierto y su semilla es una obra deslumbrante sobre la destrucción, el mal y la pasión.


Cuando una tarde de agosto de 1964, en un departamento de la calle Esmeralda al mil doscientos, Raúl Baron Biza decidió arrojarle a su mujer una copa de ácido en la cara para poner fin a su vida de escritor maldito pegándose un tiro en la sien, nadie podía imaginar que esa voluntad de aniquilamiento abonaría el terreno para que su hijo llevara a término una de las obras más asombrosas de la literatura argentina de las últimas décadas. Con los restos de esa destrucción, El desierto y su semilla, la novela autobiográfica recientemente publicada en Buenos Aires por la editorial Simurg, ensaya una doble reconstrucción: la del rostro de su madre, Clotilde Sabattini, hija del caudillo radical cordobés y funcionaria del gobierno de Frondizi, y la de su propio nombre, sepultado bajo el peso de una tragedia familiar que sumergió a sus víctimas en el desprecio y el olvido.

La literatura no es, para Jorge Baron Biza, la sublimación de una experiencia personal, sino una forma de expiación, un luto frente a lo trágico. Escribió El desierto y su semilla “para salvarse”, como me explica, para conjurar un nombre –el de su padre- y un destino: “el de ser un resentido por herencia” o “un vulgar imitador en la copa y el balazo”. Recuerdo haber leído frases semejantes en la novela. Sin embargo Baron Biza no es Mario Gageac. La distancia que lo separa del narrador es la misma que separa a este último de los hechos narrados. Recién en la página final del libro, Baron Biza sella el pacto autobiográfico al reconocerse en un nombre propio que ya no es producto de una fatalidad sino de una elección: “Originariamente fui inscripto el registro civil como Jorge Baron Biza (Registro Civil de Buenos Aires, 1067, 22 de mayo de 1942). Cada vez que mis padres se separaban, la conciencia feminista de mi madre exigía que se me agregase el Sabattini de su familia. Mi nombre actual es Jorge Baron Sabattini. No sé si Jorge Baron Biza debe ser considerado mi otro apellido, mi patronímico, mi nombre profesional o un desafío”.

Es otra tarde de agosto que ahora cae detrás de los ventanales de la Fundación Proa. La Boca del Riachuelo y las pinturas de Anselm Kiefer son el paisaje doloroso de nuestra conversación. Envuelto en un sobretodo negro, Baron Biza me habla desde unos ojos oscuros pero vivaces, enmarcados en un rostro adusto, cuya frente marcada por un océano de arrugas parece concentrar el ábside de su fuerza en el entrecejo. Tiene el pelo crespo y una barba rala, apenas salpicada de canas. Su voz es tenue, ligeramente áspera. Dice que se formó en colegios, bares, redacciones y manicomios de Buenos Aires, Friburgo del Sarine, Rosario, Villa María, La Falda, Montevideo, Milán y Nueva York. Dice que leyó a Thomas Mann y tradujo a Marcel Proust. Dice que trabajó como corrector, escritor fantasma y periodista de publicaciones de sanatorios psiquiátricos y revistas de alta sociedad. Dice que hoy es crítico de arte y escribe en el diario La Voz del Interior.

 

– ¿Qué ocurrió después de que su padre desfiguró el rostro de su madre y se pegó un tiro?

– Yo tuve que hacerme cargo de Clotilde. Carlos, mi hermano mayor, debió ocuparse de la parte económica. La quemadura de vitriolo es muy especial, no es como la de fuego. Los médicos argentinos no la querían operar porque era una mujer muy conocida y sabían que su cara no tenía arreglo. De modo que hubo que pagar un tratamiento carísimo en Milán, con el mejor cirujano plástico de la época. Mi padre, al morir, dejó una herencia relativamente modesta. Alcanzó apenas para pagar todo eso.

 

– ¿Usted la acompañó a Milán?

– Sí, como se cuenta en la novela. Mi hermanita menor, María Cristina, se quedó en Córdoba. Estuvimos en Milán dos años, en una clínica que quedaba muy cerca de donde tenían escondido, bajo nombre falso, el cadáver de Eva. ¿Se da cuenta? Clotilde, una gorila de toda la vida, que había debido exiliarse en Montevideo por desafiar públicamente a la mujer de Perón, encontraba un destino semejante al de su eterna rival. Las dos, al fin, estaban en Milán: una perfecta, eterna, embalsamada; otra desfigurada, expuesta, tratando de regenerar su rostro bajo la mirada de todos

 

– ¿Qué hizo su madre luego de volver de Milán?

– En 1967 regresamos a la Argentina y nos fuimos a vivir al departamento de mi padre en la calle Esmeralda. Clotilde siguió actuando en política junto a Arturo Frondizi. En el ’73, el MID se alió al peronismo y ella, una vez más, tuvo que enfrentarse a su irónico destino. Clotilde, la hija de Sabattini, el enemigo acérrimo de Perón, tuvo que hacer campaña para el Frejuli en Córdoba. Algunos años después, se suicidó arrojándose por la ventana. Después de su muerte, descubrí que sus ropas estaban colgadas junto a las de mi padre. Nunca se había desecho de ellas.

 

– ¿Cómo reaccionó usted ante ese segundo suicidio?

– Es un exceso, ¿no? Doce años después se suicidó también mi hermana María Cristina, once años menor que yo. Eso me dolió mucho porque no estaba en el proyecto de la tragedia. Lo de mi padre y mi madre, esa atracción permanente, funcionó de alguna manera. Pero lo de mi hermana fue distinto, me hizo daño, me aplastó. A partir de ese límite tuve que construir una verosimilitud para mí, algún tipo de sentido. Eso es lo que yo llamo hacer ficción.

 

– ¿Cuándo empezó a escribir “El desierto y su semilla”?

– Cuando dejé de emborracharme. Apareció después de vivir medianamente sobrio. Hasta hoy sigo yendo a Alcohólicos Anónimos.  Uno no puede decir que está sobrio del todo. Cuando tuve ese atisbo de lucidez, empecé a formularme preguntas que antes evitaba. Durante mucho tiempo callé lo ocurrido. Me daba vergüenza, me acomplejaba. Pero después del suicidio de mi hermana, todo cambió. Fue entonces cuando sentí que debía hacer algo para salvarme. Necesitaba escribir un libro, tener la historia familiar puesta en letras de molde para poder decir: “Están más afuera de mí que adentro de mí”.

 

– ¿Se siente afuera de esa historia?

– Uno nunca está del todo afuera. De las tragedias hay que salir con amor… Lo malo es que muchas veces también se entra a ellas por amor, como en el caso de mis padres.

 

El legendario Raúl Baron Biza nació en Córdoba en 1898. Millonario, extravagante, inmoralista, libertino, autor de novelas blasfemas, duelista, revolucionario, anticlerical, pionero en el cultivo de oliváceas, de la explotación de minas de wolframio y bismuto, concesionario del pasaje subterráneo de 9 de Julio, hizo y deshizo fortunas con facilidad y supo ganarse el odio de su propia clase. A mediados de los años veinte, se enamoró en uno de sus viajes por Europa de Myriam Stefford, una actriz de segunda línea del cine alemán, con la que dilapidó en fiestas, teatros y casinos buena parte de la herencia familiar trabajosamente amasada por Wilfredo Baron en La Pampa. Tras un publicitado matrimonio en Venecia, Baron Biza se trasladó con su mujer a Buenos Aires, donde ella empezó y terminó abruptamente su brevísima carrera como piloto de avión: una tarde de agosto, esta vez de 1931, capotó cuando intentaba cubrir el raid Catorce Provincias. En homenaje, Baron Biza le hizo construir, en su estancia de Alta Gracia, un mausoleo de 85 metros de altura y 170 toneladas, que reproduce un ala de avión, en cuya cripta, al final de 406 escalones, mandó colocar los restos de su esposa y sus joyas.

Yrigoyenista revolucionario, Baron Biza dirigió, durante la década del treinta, varias publicaciones políticas clandestinas y participó de diversos alzamientos contra el presidente Justo, que ordenó encarcelarlo en la Penitenciaría Nacional y secuestrar sus escritos. En 1933, cuando el caudillo radical agonizaba en Martín García, optó por el exilio en Montevideo, pero fue detenido en la frontera por encabezar un levantamiento cívico-militar para derrocar a las dictaduras brasileña, uruguaya y argentina. Después de meses de prisiones, huelgas de hambre y fugas aparatosas, que él mismo se ocupó de narrar en su libro Porque me hice revolucionario, regresó a la Argentina, donde nuevamente fue encarcelado por la publicación de su novela El derecho de matar, que fue un éxito de ventas. Poco después, liberado y absuelto de las causas se enamoró de la hija de 16 años de Amadeo Sabattini, quien se opuso firmemente al noviazgo. Baron Biza y Clotilde huyeron a Montevideo y sólo regresaron cuando la familia autorizó el casamiento. Con todo, a los tres meses se produjo la primera de sus numerosas y siempre apasionadas separaciones.

Opositores al golpe nacionalista del 43 y posteriormente al régimen de Perón, la pareja y sus tres hijos vivieron algunos años en Suiza. En 1952 volvieron al país, pero Clotilde fue detenida con Jorge, que apenas tenía diez años, en la cárcel de mujeres, entre prostitutas y mecheras. Liberados, se exiliaron una vez más a Montevideo hasta que estalló la Revolución Libertadora, que los trajo de vuelta en crucero. Durante el exilio montevideano, Jorge asistió a la Deutsche-Schule, donde retomó los estudios de alemán iniciados en Friburgo del Sarine. Hacia 1958, Baron Biza y Clotilde se separaron definitivamente. Jorge se fue a vivir con su padre, ya convertido en un misántropo, que destilaba odio contra la sociedad y alentaba al pintor Benjamín Mendoza, ilustrador de sus libros, a asesinar al Papa, mandato que el boliviano intentaría cumplir años más tarde en las Islas Filipinas.

Aquella trágica tarde de agosto de 1964, Baron Biza y Clotilde discutían, en presencia de abogados, los trámites del divorcio. El ácido selló los términos del acuerdo: en el momento en el que Clotilde se levantaba, él le arrojó una copa de vitriolo en la cara. “Su intención era dejarla ciega”, dice su hijo, que estaba en el departamento. “Mi padre quería que su rostro fuera lo último que Clotilde viera”.

 

– ¿Qué es el mal para usted?

– El mal es la ambigüedad ¿Quién se salva de eso? Pienso en “Doctor Faustus”, de Thomas Mann. El diablo va cambiando de aspecto. Es un señor, es un pícaro. Nunca se sabe dónde aparece.

 

– ¿Desde dónde siente que escribe?

– Yo siento que escribo desde la mitad del Atlántico. Estoy con un pie en Europa y otro en América. Eso tal vez explique que el narrador use una especie de cocoliche y que, en lugar de yuxtaponer palabras de diferentes idiomas, emplee otros recursos. Sin perder claridad, superpone sintaxis extranjeras a las estructuras españolas o traduce literalmente algunas palabras. Así, por ejemplo, el italiano “doppotutto” se convierte en “despuéstodo”. De este modo sugiere que se habla en italiano y evita de paso la tentación de escribir «lindo».

 

– ¿Con qué autor argentino se identifica?

– Me gustan mucho Roberto Arlt y Antonio Di Benedetto. Nunca me pude identificar con Borges. Es tan perfecto que no queda otro remedio que retorcerle el cuello. Borges vacía el sujeto. Pero a mí el sujeto se me ha vaciado desde chiquito. Yo tengo que rellenarlo.

– ¿Cómo definiría su novela?

– Creo que es una novela sobre la carnalidad, que es la sustancia de la tentación, la esperanza y el futuro. Pero la carne es también el espacio del dolor, del presente sin escape. He tratado de equilibrar la destrucción de la carne de las primeras páginas con un homenaje al desnudo femenino en las últimas, un pasaje en el que puse todo lo que tenía. Algunos lectores prefieren los pasajes de la destrucción y me preocupa. Todo el capítulo final lo escribí como una necesidad de respirar, de abrirme y abrirle una puerta al lector. Si la forma literaria empeora con ese texto, la de la vida mejora, creo…

– ¿Cuánto hay de verdad y cuánto de ficción en su novela? 

– No lo sé. El desierto y su semilla no es una novela de hechos, ni una novela de acción, sino una novela del sentido, Mi competencia para escribir no proviene de lo que me haya ocurrido personal mente. Eso tan sólo serviría para una autobiografía, que es un género llorón.

 

– En la novela, el narrador dice, contemplando la calavera viviente de su madre: «Desde temprano comprendí que, para mí, se había terminado la ilusión de las metáforas».

– El ácido convirtió el cuerpo de Clotilde en una sola negación. Mientras lo contemplaba, durante aquellos largos días en la clínica de Milán, supe que la imposibilidad de ver metáforas en su carne se correspondía con mi absoluta imposibilidad de pensar metáforas mis sentimıentos. Mario, en la novela, mira al comienzo a su madre con ojos de crítico de arte. Es una manera de defenderse. Primero es un tema de colores; luego, cuando se le endurece la piel, se trata de perspectivas, de capas geológicas. Como si buscara en el rostro de Eligia una especie de arqueología del dolor, un pictograma mudo y en continuo movimiento. La certeza del rostro de su madre no aparece en los discursos de la Iglesia, ni del psicoanalisis, ni de la revolución, ni del estructuralismo. Cuando un día observa horrorizado “El Jurista”, de Arcimboldi, con su montaje carnívoro de pollos y pescados conformando un rostro humano, comprende que solo la falta de escala permite la mezcla de carnes, la expresión de la irracionalidad de cada ser.

 

– ¿Qué piensa de su padre?

– Mi padre era un ingenuo: creía en la indignación, la violencia y el margen. Recorrió todo el camino de la degradación, pero al final no encontró nada.

 

– ¿Dónde está enterrado?

– En uno de sus libros, mi padre dejó escrito: “Que mi tumba no tenga cruz, ni lápida ni sarcófago”. De modo que lo cremamos y enterramos sus cenızas bajo un olivo en Alta Gracia, junto al mausoleo que hizo construir para a su primera esposa. Cuando fui a abrir la urna, un fuerte viento se levantó y las cenizas de mi padre me cubrieron la cara: me tuve que sacudir al viejo de encima.


“La novela de una vida”, entrevista de Ricardo Ibarlucía en Trespuntos, Año 2, número 59, Buenos Aires, 19 de agosto de 1998.

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