Por Sergio Pjaseczny | 4 de Julio de 1999
El 16 de agosto de 1964, una mujer y un hombre se encuentran en un departamento de la zona céntrica con el objeto de abordar ciertos aspectos vinculados con una conflictiva separación. De dicha separación participan sus abogados. Cuando la cita estaba por concluir, el dueño de casa, Baron Biza, radical, revolucionario y escritor violento, entre otras cosas, convida con whisky a los presentes. Cuando le toca el turno a su ex mujer, le arroja con violencia sobre el rostro el contenido del vaso dentro del cual, en lugar de la citada bebida, había ácido. Los rasgos de ella –Clotilde Sabattini, importante educadora, hija de un reconocido caudillo radical de la provincia de Córdoba- inician un periplo sin retorno hacia el lado del horror. Acto seguido, al agresor lo encuentran muerto sobre su cama. Se había pegado un tiro en la sien.
Treinta y cinco años más tarde, el hijo de ambos escribe “El desierto y su semilla”, novela en la que narra el desgarrador itinerario de su madre en busca de un nuevo rostro.
Mediante el siguiente reportaje exclusivo, Jorge Baron Biza descubre un nuevo velo de esta singular y conmovedora historia a la que, después de tanto sufrimiento, pretende cerrar en forma definitiva.
– ¿Qué lo impulsó a escribir “El desierto y su semilla”?
– Tal vez, intentar esclarecer una historia que, en su momento, fue tratada escandalosamente. También quise rescatar los enormes valores de mi madre y establecer mi posición frente a mi padre, una persona difícil que ha cometido un acto de violencia que repudio.
– Para protegerse de este grave trance ¿a qué mecanismo de defensa acudió?
– Quizás a reconocer que en los últimos tiempos mi padre estuvo enfermo de violencia. Incluso, pienso que su último libro es violento y es producto de una enfermedad que no puedo analizar ni juzgar.
– Como hijo, ¿qué siente por su padre?
– Que lo quiero por el simple hecho de haber sido mi padre. La gente que comente errores muchas veces vive una vida con grandes momentos de ternura.
– Eso, ¿confunde las cosas?
– Sí, pero los momentos de ternura no absuelven los de violencia.
– A partir de ese hecho que talló la existencia del núcleo familiar ¿cambió su concepción acerca de Dios?
– Yo siempre fui creyente. Si bien no hice una vida muy ordenada, jamás renegué de algún tipo de Dios, al que en situaciones límite, uno tiene que cargarle los dilemas que no puede resolver. Yo atravesé el punto en el que se hace imposible manejar una situación en la que, por un lado, tenés que seguir amando y respetando a tu padre y, por otro, reconocer que fue el protagonista de agresiones y violencia.
– ¿Qué cambios sustanciales experimentó en relación al dolor y al amor?
– Pienso que actué muy cobardemente. Tuve miedo de comprometerme. Varias veces estuve enamorado de una manera muy intensa, pero nunca trasladé esa pasión a la pareja. No sé si eso se debe a mi historia familiar o es por mi propia cuenta. Lo cierto es que uno siempre piensa si no será albergue de un granito de tanta violencia.
– ¿Siente que su padre, al suicidarse, lo dejó sin después?
– Sin duda. En ese enorme sacrificio que hacen los suicidas condenan a todo el mundo y nos dejan sin respuestas ni apelaciones. Yo no admiro el suicidio. Es una actitud terrible, porque el suicida se retira de lo único que nos puede salvar que no es otra cosa que el diálogo honesto.
– ¿Alguna vez imaginó que su padre podría ser protagonista de un acto tan atroz?
– Veía que estaba enfermo, pero no llegué a sospechar eso. De hecho, quizás no lo sabía él mismo. Incluso, para el día siguiente había invitado a amigos a comer. Por un lado, el terrible hecho y, por el otro, la idea de seguir una vida normal. Una paradoja.
– Desde entonces, ¿en qué ha variado su pensamiento respecto de la muerte?
– Le tengo miedo. Voy a hacer lo posible por vivir el máximo de tiempo. No tengo muy buena salud pero me cuido escrupulosamente.
– Con el tiempo, ¿la figura de su padre se agigantó o se empequeñeció?
– Él ha sido muy irritante, desafiante y marginal. En lugar de hacerlo desaparecer en el silencio, traté de echar luz sobre su imagen.
– ¿Cómo se vive con una madre sin rostro?
– Eso fue un período. Los médicos hicieron un gran trabajo. Ella supo sobrellevar esa situación de una manera muy honrosa.
– De su madre, ¿qué valores rescata?
– Todos. Su bondad. Siempre estaba apoyándome, entusiasmándome para que me desprendiera del drama y del horror. No ha sido para nada absorbente. Fue terriblemente sufrida y terriblemente bondadosa.
– De aquella situación han pasado treinta y cinco años. Infiero que habrá realizado varios análisis retrospectivos.
– No tanto. Estuve mucho tiempo adormecido. Me tuve que internar varias veces por los efectos del alcohol. La mía no fue una vida ejemplar. Después del suicidio de mamá empecé a ir a Alcohólicos Anónimos. En la década del ’80 dejé de tomar. Poco a poco fui tratando de reinsertarme en el mundo. Antes no era nada, tan sólo un ser sin proyectos.
– El alcohol ¿era su válvula de escape?
– No lo sé. Otros familiares pasaron por lo mismo y no tomaron.
– Al dejar de beber, ¿siente que escapó del infierno?
– Sí. Llega un momento en el que no manejás nada. Nadie se quiere quedar a tu lado. No hay ninguna posibilidad económica. Internamente, se desmorona todo. Nada llega a buen puerto.
– ¿Cómo calificaría la vinculación que ha mantenido a lo largo de todos estos años con su grupo familiar?
– Buena. A mi familia la he cuidado todo lo que he podido. Seguramente, habré cometido errores, no soy San Francisco.
– ¿Cuál es la primera imagen que recuerda de su infancia?
– Estábamos en Buenos Aires y habían venido visitas. A mí me mandaron a dormir al living. Allí había un tapiz con figuras medievales, renacentistas. Con la brisa, el tapiz se movía y a mí me agarró un julepe bárbaro.
– ¿Qué edad tenía?
– Cuatro años.
– En términos generales, ¿tuvo una infancia feliz?
– Sí, lo que pasa es que mi padre se mudaba bastante y cambiaba seguido de situación social con gran rapidez, con lo cual, por ahí estábamos pobres en un país y amanecíamos ricos en otro. Casi nunca hice más de dos años en una misma escuela.
– Dígame, ¿por qué asumió la responsabilidad de hacerse cargo del prolongado tratamiento de su madre?
– Como mi hermano mayor entendía más de negocios se ocupó de la parte económica. Mi hermana era muy menor y no podía asumir esa responsabilidad. Por ende, no quedaba otra persona que yo.
– ¿Tiene reproches?
– No. La vida es así. Siento que acompañé a mi madre en la medida en que pude. Mucho peor me hubiese sentido si no lo hubiese hecho. Era mi obligación como hijo.
– Sus padres, ¿quiénes fueron para usted?
– Mi padre, un ser desconcertante al que quiero. Mi madre, un ser maravilloso al que adoro.
– ¿Qué implica portar un apellido con la historia que tiene el suyo?
– A mí no me ha servido. Tampoco lo he usado. Las puertas que me pudo haber abierto fueron muy pequeñas. Nunca ocupé un cargo público. Nunca cobré un centavo del Estado. No he ido a pedir puestos a ningún lado. Es más, en periodismo comencé a trabajar en los puestos más bajos, ganando el sueldo mínimo.
– ¿Estás casado?
– Estoy soltero y estoy de novio.
– Por último, para quienes no lo conocen íntimamente ¿quién diría que es usted?
– Una persona que hizo su proyecto de vida muy tarde, que perdió muchísimo tiempo y que, como todo el mundo, está tratando de salir adelante. Creo que cuando más clara la tenés, más temprano las cosas te van mejor.
Cómo recuerda a cada uno
RAÚL BARON BIZA: “En la década de 1930, papá se batía a duelo. Fue uno de los pocos radicales que estuvo en conspiraciones. Actuó en la revolución denominada “La Montonera de Paso de los Libres”. Estuvo cerca de Jauretche. Participó de la oposición violenta. Era un hombre cambiante. Fue play boy en la época en la que frecuentaba los boliches. Estaba dispuesto a meterse en un entrevero. De todo eso, sacó una violencia por la que siempre sentí horror”.
CLOTILDE SABATTINI: “Aún no he conseguido que alguien autorizado investigue la labor educativa de mi madre. Ella fue presidenta del Consejo Nacional de Educación. Mientras estuvo en ese cargo se sancionó el primer estatuto del docente, mediante el cual, entre otras cosas se consiguió poblar las escuelas del interior, se terminaron los nombramientos a dedo y se iniciaron las escuelas de doble escolaridad. Se prosiguieron muchas líneas que se habían iniciado en épocas del gobierno peronista como las “escuelas hogar”. Pienso que su tarea educativa merece un reconocimiento mayor. Si bien muchas de las cosas que instauró venían de diversas líneas ideológicas, ella los concretó. Considero que sería provechoso volver a analizar lo que se hizo y ver si se puede retornar a eso, en vez de tener a los docentes en este estado”.
“El hijo del horror”, entrevista de Sergio Pjaseczny, 4 de julio de 1999 (sin datos de publicación).