Desintegración

Entrevista a Jorge Barón Biza por Daniel Link |  Abril de 1999

En 1998, a los 57 años, un cordobés de doble apellido publicó su primera novela, “El desierto y su semilla”. Hacía mucho tiempo que un entusiasmo tan unánime no celebraba la irrupción de una literatura tan extraña, capaz de mezclar los tonos de una autobiografía macabra con las disonancias de la experimentación lingüística. Jorge Barón Biza habló con Daniel Link de algunas obsesiones que zumban en su libro: la carne de una madre, la corrupción de la carne de una madre, cómo es contar la corrupción de la carne de una madre.

 

Jorge Barón Biza nació en Córdoba, y esa fatalidad lo acompañó por el mundo durante toda su vida. Desde hace cinco años vive en esa capital mediterránea, donde ejerce el periodismo cultural. Regularmente “La Voz del Interior” publica sus reflexiones (sobre el lunfardo, sobre el cocoliche, sobre los valores en la cultura argentina; mejor dicho: sobre la degradación de los valores en la cultura argentina) y él, cada tanto, entrega a alguna revista de circulación restringida (o semiclandestina) las notas que exceden las pautas estilísticas, retóricas y «morales» de ese diario. Hace algunos años tradujo “El indiferente”, un texto primitivo de Proust milagrosamente rescatado del olvido. Cuando Enrique Pezzoni supo de esa traducción, abandonó la que él estaba realizando. «Si he privado al mundo de una traducción de Pezzoni, merezco un castigo ejemplar», dice zumbonamente cuando se entera de la coincidencia de traductores alrededor de ese texto proustiano «de cámara”.

El año pasado publicó su primera novela, “El desierto y su semilla”, que despertó un entusiasmo casi unánime. «El libro fue bien recibido, sí. Pero se leyó mucho lo autobiográfico y el sufrimiento no legitima la literatura. Lo que legitima la literatura es el texto», aclara Barón Biza.

 

Exiliado en Córdoba

Es una tarde todavía de verano, en una casa que no es la suya, abierta a todos los rumores suburbanos: pájaros, un tren a lo lejos, chicharras, el ladrido de algún perro. Barón Biza habla pausadamente. Sabe que vivir en Córdoba lo convierte, por esos milagros inversos de la cultura argentina, en la que todo siempre puede funcionar mal (y así sucede), en un excéntrico. «El destino de Di Benedetto me aterroriza. ‘Zama’ es una novela mucho mejor que ‘Cien años de soledad’, pero ¿quién lo sabe? Eso de sobrevivirse a sí mismo en un estado de terror, totalmente desarmado… Lo que le hizo el país también fue muy cruel», señala, tomando el «caso» del mendocino como paradigma de la situación del escritor de provincias. Y sin embargo, Barón Biza parece haber encontrado fuerzas suficientes para irrumpir en el estrecho territorio de la literatura argentina con una novela (autobiográfica) que tematiza la excentricidad. «Estoy tan apartado allá, en Córdoba, que no sé… Muchos medios todavía no reseñaron ‘El desierto y su semilla’. No me ha llegado el éxito y estoy tan pobre como antes. A la novela le falta entrar en ciertos medios para oficializarse”.

La excentricidad de “El desierto y sus semilla” y de su autor no es sólo geográfica (Baron Biza no se refugia en las confortables mieles del localismo literario) sino, sobre todo, familiar o, lo que es decir lo mismo, “siniestra”. Esa condición es lo que hace de la novela un raro ejemplar en el panorama de las letras argentinas, tan dominadas por la mercadotécnica y la tilinguería. “El libro es profundamente existencial”, puntualiza Baron Biza sin la menor sombra de pudor. Una apuesta semejante por la verdad pura de la vida no puede leerse sin un mínimo de escándalo.  ¿Pero es que acaso hay otra relación que importe con la literatura? ¿Acaso la necesidad de escribir (la necesidad de la novela) no se mide por esa manía típica de considerar la propia vida, la propia historia, la propia familia como un mero pretexto para la novela?

 

Una novela familiar

El nombre Barón Biza tiene en la mitología cordobesa un lugar de privilegio. Alta Gracia es una de las localidades serranas más próximas a la capital provincial, alejada -sin embargo- de los ejes de desarrollo urbanístico y turístico de los últimos años. El camino que une Córdoba y Alta Gracia es una ruta tranquila, rural, casi vacía de pormenores. No es difícil aburrirse en el trayecto. A mitad de camino, en plena nada del campo cordobés, justo antes de que el terreno se convierta en sierra, hay un obelisco extraño, altísimo y solitario. Es un monumento con forma de ala que conmemora la muerte de Myriam Stefford, una de las primeras mujeres-piloto que tuvo la Argentina. Allí cayó su avión y allí su viudo, Raúl Barón Biza, padre de Jorge, levantó esa pieza de excentricidad fúnebre donde -se dice- están guardadas las fabulosas joyas de la aviadora.

El aeroplano se estrelló en una de las estancias de la familia Barón Biza, dueña de una fortuna que, con el tiempo, se ha extinguido por completo. «Nadie me cree cuando digo que no tengo un mango», dice hoy el escritor. Uno de los mayores talentos de su padre fue dilapidar la fortuna familiar. Muchos años después, Barón Biza padre, enloquecido de terror (enfurecido de amor), arrojó sobre la cara de su segunda mujer, Clotilde Sabattini (madre de Jorge, presidenta del Consejo Nacional de Educación, responsable de la sanción del primer Estatuto del Docente), un vaso de vitriolo que le destruyó la cara. Al día siguiente se pegó un tiro.

Los dos hechos -el avión estrellado y su monumento conmemorativo, y la destrucción del rostro de la mujer amada- a veces se confunden y se mezclan en la tradición oral cordobesa, pero en todo caso ocupan un lugar central en las historias que la provincia tiene para mostrar al mundo. Y es sobre todo esa excentricidad familiar la que Jorge Barón Biza ha puesto por escrito en “El desierto y su semilla”.

 

La carne 

La novela comienza con el rostro carcomido de Eligia, la madre, que va rumbo al hospital. A su lado, el narrador, que durante las primeras páginas oculta y niega ser su hijo. Todo el relato cuenta el proceso (lento y doloroso) de reconstrucción de ese rostro sin el  cual ninguna identidad es posible ambos (ni la de la madre, ni la del hijo). La cura lleva a ambos a Milán, donde durante muchos meses Eligia es sometida a remociones de carne muerta, tratamientos quirúrgicos, implantes. Mientras tanto, Mario Gageac (el hijo) peregrina por una ciudad inhóspita, conoce gente, recuerda a Aarón, su padre, y trata de explicar lo que ha sucedido, su propia historia.}

Esa es la materia con la que está hecha “El desierto y su semilla”, y la sola crudeza anecdótica espanta a muchos lectores. Pero Barón Biza ya lo ha dicho: la literatura es algo diferente al dolor. Es precisamente el instante en que el dolor debe cesar para transformarse en otra cosa. Es el trabajo que hace falta para darle al dolor existencial una cualidad diferente: la exactitud, la precisión, la distancia de la escritura. El texto, podría decirse, ironiza bastante sobre la relación entre la biografía y la novela: «No es tanto ironía, pero sí una distancia necesaria para que el narrador sobreviva en medio de lo que le está pasando”. Se trata, en la perspectiva de Barón Biza, de los artificios necesarios para sostener una conciencia narrativa que de otro modo resultaría aniquilada (cómo podría ser de otro modo) por la catástrofe familiar. Para que la novela sobreviva, para que el narrador sobreviva, para que su autor sea reconocido como un novelista, debe haber algo del orden de la risa y del distanciamiento: «Yo no tengo fuerza suficiente para ser irónico, no hay tantas seguridades en mí. Lo que hay es un deseo de causar esa sonrisa típica de la toma de conciencia. Esa distancia sí se me hizo necesaria”. Es por eso que en “El desierto y su semilla” hay muchas páginas paródicas. «El habla los médicos es una parodia del médico de ‘La montaña mágica’ de Thomas Mann, por supuesto”.

Por supuesto, la historia de la carne del rostro de la madre se dispara inmediatamente (como sucede en la buena literatura) hacia zonas lejanas donde el sentido se completa. «Algunos lectores europeos vieron ciertas cosas. Por ejemplo, el paralelismo entre la corrosión de la carne y la  corrupción de ciertas ideologías del ’60 en adelante”. Es por es que “El desierto y su semilla” insiste obsesivamente en la parodia de hablas contemporáneas.  Fue casual, pero no por eso carece de sentido, que la cura en la ciudad de Milán sucediera en un sanatorio que está a menos de dos kilómetros del cementerio donde se ocultaba el cadáver momificado de Eva Perón. “Por un lado, el cuerpo perfecto, por el otro, el cuerpo deshecho. Mi madre estaba en un estado de profunda desintimidad, abierta, expuesta, tratando de armarse”. Jorge Barón Biza espera que se pueda leer esa función de la carne en la política de la época.

 

Mi madre 

Tratándose de manera casi excluyente de la madre, el padre y el hijo, no se puede sino recordar la trinidad edípica. «La presencia de la Madre en la literatura argentina está dominada por una campana de cristal. La Madre es siempre inmaculada. Yo rompí con la tradición (popular, medieval) de la Madre en una campana de cristal y puse a la Madre en el espacio del dolor”. «El desierto y su semilla” invierte el relato de un Edipo que se arranca los ojos al saber que ha copulado con su madre. En la novela es Arón, el padre, el que quiere cegar a la madre y por eso le arroja ácido en la cara. «La novela es totalmente antipsicoanalítica. El protagonista no sabe llegar a la madre con su sexualidad. Por eso pierde su sexualidad y, junto con ella, se van desarmando sus ideas sobre arte, belleza, etc.”.

 

Cocoliche 

Una de las hipótesis más persistentes en la novela de este siglo es la imposibilidad de una lengua literaria (o, si se prefiere, hasta de un «estilo literario»). Esa imposibilidad se verifica como obsesión en Joyce, en Beckett. En la literatura argentina, aunque de manera inconsciente, Arlt es un pionero de la repugnancia a la lengua literaria que brillará en las novelas de Manuel Puig, por ejemplo. El problema aparece en “El desierto y su semilla” en un cuidadoso trabajo sobre el habla de los personajes que contamina la voz narrativa. Por un lado, un uso del cocoliche que, salvo breves destellos en las ficciones de Fogwill («Muchacha Punk»), es desconocido en la literatura argentina. «Casi todo el libro está escrito en cocoliche», dice Barón Biza: «el cocoliche nos ha llegado a través de una escenificación paródica hecha por autores que pueden ser geniales, pero que lo descalifican a través de un marco de ‘lenguaje correcto’. Ya en el ‘Martín Fierro’ se lee una burla del habla titubeante del ‘papolitano’. En el criollismo se trata de acallar esas voces inmigrantes. Es por eso que no se conservan fragmentos largos de escritura cocoliche. Y es una pena, porque el cocoliche es una de las prácticas lingüísticas más imaginativas. Trabaja con un doble código, superpone dos lenguas, lo que elimina la idea misma de error gramatical. El cocoliche es una pura intensidad, el lenguaje tiene una enorme carga existencial. Todo lo que se puede decir, viene de un diálogo entre el ‘saber’ y el ‘no saber’ (otra lengua)”.

Barón Biza entendió que el tratamiento del cocoliche era un tema vacante en la literatura argentina. Es por eso que su novela se enrarece sintácticamente y ese enrarecimiento es la garantía, en su perspectiva, del trabajo literario: «Me interesaba el cocoliche porque por un lado me permitía dejar una señal lingüística de que los personajes están hablando en otro idioma. Siempre es un problema difícil de resolver en la literatura argentina». Julio Cortázar, es célebre, lo resolvía mechando en sus textos palabras sueltas en francés. Barón Biza evitó la yuxtaposición de palabras que vienen de dos lenguas diferentes. «Una yuxtaposición sintáctica, completamente aproximativa, eso es lo que me interesaba conseguir”.

Por otro lado, razona el escritor, ésa es una de las características de la literatura argentina, que es siempre «un ‘tránsito’ hacia un exilio». Hay dos cocoliches, dice, inventándose una genealogía: uno de reflujo, otro de aflujo. Y piensa en (habla de) Wilcock y su tránsito hacia el italiano, o en Bianciotti y Copi y sus tránsitos hacia el francés. «En general se niega ese derecho al tránsito. En el sainete, los hijos acriollados tratan a los padres cocolicheros con gran dureza. El drama del cocolichero es que se enfrenta con una doble exigencia: por un lado, los puristas que ven aterrados que lo que llega con la Inmigración es un napolitano con tierra en las orejas y un libro de Bakunin bajo el brazo; por otro lado, el lunfardo: un uso carcelario (en todo caso, cerrado) de la lengua”.

La imposibilidad de la lengua literaria alcanza una tensión utópica en uno de los momentos claves de la novela: el acto político al que asiste Eligia, ya restablecida, donde escucha las palabras, el fervor peronista de una vieja. Lo que Eligia entiende es que jamás podrá comprender a esa mujer y a los que son y piensan y sienten como esa mujer, y por lo tanto que su carrera política carece de sentido. Como su marido y verdugo, Eligia se suicida. «Esa vieja es uno de los pocos personajes plenos que hay en la novela, uno de los pocos que no se están desintegrando», dice Barón Biza. El habla de la mujer es utópica porque mezcla los rasgos de las hablas provinciales argentinas: «No es litoraleña, ni chaqueña, ni nada: habla una suerte de ‘pancriollo’ que me resultó muy difícil construir. Traté de que hubiera ahí una lengua espontánea y verdadera, pero completamente inventada. Me costó horrores escribir esas páginas». Para Barón Biza, ése es uno de los momentos de verdad de la novela, precisamente porque esa vieja (que «no representa a nadie») desencadena el final, pero también porque en su monólogo se cifra el secreto de la lengua argentina, que es un puro eclecticismo, una tensión existencial, en todo caso, una utopía lingüística y política.

En esas articulaciones entre caras deshechas, carne muerta, restos de lenguaje y episodios familiares, la Argentina se descompone y es ese proceso de descomposición, sobre todo, lo que le importaba contar a Barón Biza en “El desierto y su semilla”. La novela, en su breve vida, tiene ya una historia propia con lecturas cruzadas y rencores críticos. La primera edición está agotada y Simurg prepara el lanzamiento de la segunda. Mientras tanto, Jorge Barón Biza sigue escribiendo. «Empecé a escribir muy tarde. Tal vez porque temía que me confundieran con mi padre, él mismo un escritor notable. Ahora tengo un cierto apuro. Tengo 57 años y no gozo de buena salud”.


“Desintegración”entrevista de Daniel Link en Página/30, número 105, Buenos Aires, abril de 1999.

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