Jorge Barón Biza | 25 de Abril de 1999|
Otros tienen la suerte de presenciar grandes acontecimientos históricos. Yo siempre presencio grandes disparates históricos. El primero, cuando tenía siete años.
Volvía con mi familia de Europa. Traíamos una refugiada del Este, muy joven, que hablaba cuatro idiomas y me cuidaba. Mi gobernanta era alta: medía 1,82.
Hicimos escala en Río. Los brasileños estaban tirando café al mar con topadoras, para mantener el precio internacional. Corría un poco de viento y el puerto se llenaba de olor a expresso y un polvillo castaño oscuro.
El barco descargaba arroz y por las costuras de las bolsas caían unos granos al muelle. Unas viejas con platos seguían el planeo de las grúas e iban recogiendo las migajas del comercio internacional. Mi gobernanta estaba asombrada. Cuando se cumplieron las doce horas de escala, no regresaba de su paseo por la ciudad. A último momento llegó una ambulancia: dos negritos muy flacos bajaron una camilla con una enorme rubia. Visto desde la altura de la cubierta era evidente: o sobraban piernas o faltaba camilla.
Después nos pudo contar. Nunca había probado bananas. Antes de la guerra las había visto, en confiterías europeas, envueltas en celofán. En las calles de Río, los vendedores le ofrecieron docenas de bananitas de oro por centavos.
Los camarotes son chicos y esa noche el mar estaba picado. Con insistencia, nuestra cabina se rellenaba con un penetrante olor a bananas. Para gran alegría nuestra, papá nos autorizó a quedarnos en cubierta: el mar, las estrellas y todo eso.
Una víctima de las privaciones, el café que se tiraba por toneladas, las bananitas a precio vil, las ancianas que recogían el arroz grano por grano; todo eso tiene seguramente conexiones con la historia y el comercio internacional. Conexiones siniestras, muy seguramente.
A mí me sirvió para asociar “mar” con “café”, como introducción al surrealismo (para eso es buena la Historia), para ver a mis anchas el reflejo hipnótico de la luna que convertía las olas en claroscuros, y para no poder dormir nunca más con olor a bananas en el cuarto. Si les digo que la historia me disparata es porque es natural que eso ocurra: la historia es un discurso que se desliza a lo largo de un tiempo verificable (¿real?). En ella, los acontecimientos están enhebrados por aquello contingente que por causa de un poco de viento también es contiguo: el arroz, las ancianas, las bananitas de oro, el café, una víctima de las privaciones, la sombra de la Segunda Guerra, un camarote chico, una noche clara.
Cualquier novela tiene más lógica que todo eso.
* Publicado en el diario Clarín el 25 de abril de 1999.