La conquista de la luz

Jorge Barón Biza | 26 de Abril de 2001|

El conjunto más importante de obras de Fader (en total, más de 100) que haya visto la ciudad de Córdoba proviene de coleccionista privados y museos de todo el país, como el Castagnino de Rosario, el Rosa Galisteo de Santa Fe, el Nacional de Bellas Artes y el Sívori de La Boca, entre otros. También se exhiben cuadros procedentes de Mendoza. Un esfuerzo digno del artista que hizo de Córdoba la capital del paisaje.


Las circunstancias de la vida de Fernando Fader (1882-1935) son conocidas: sus estudios en Alemania, juventud en Mendoza, bancarrota como empresario, decisión de radicarse en Loza Corral, en las sierras cordobesas, en 1916, la madurez de su talento durante los 20 años siguientes.

Con una parte importante de su obra desplegada ante los ojos (se estima que el total no pasa de 900 cuadros), se ponen en evidencia algunas características insospechadas, aunque los criterios empleados para separar las obras en uno u otro lugar de exposición no son claros ni didácticos. Una de esas características es la huella del romanticismo y, específicamente, el impresionismo alemán, que a diferencia del francés mantuvo una continuidad con el romanticismo y su gusto por los efectos dramáticos o insólitos de la luz, y una visión sentimental de la naturaleza, especialmente de la tierra natal. 

Ya en 1903, el concepto de lo nacional comulgando con la naturaleza está claramente asentado en un artículo de Fader aparecido en la revista Ideas, dirigida por Manuel Gálvez: “Es preciso que frente a la naturaleza de nuestro país imaginemos sus misterios, explorando, buscando el signo, el medio apropiado a su representación, aunque nos separemos de todos los preceptos adquiridos…” Y cuatro años después, en la primera exposición del grupo Nexus: “No hubo guerrero sin idea política, ni sacerdote, ni filósofo… ni artista. Porque la política es el elemento conductor de las ideas y el arma más eficaz de los ideales”. Palabras muy alejadas de algunos críticos que presentan a nuestros paisajistas como descolgados querubines en torres de marfil y no ven el trasfondo histórico político del movimiento. No son arcádicos “pintores de vacas”. Hay mucho más que eso.

Esta filiación romántica de Fader que, al estilo Herder, pone énfasis en la unidad entre espíritu, naturaleza y nación, subyace bajo la más aceptada de “pintor naturalista”, y es clara en su período mendocino, de paleta oscura, empaste turbio (Puesta de sol en Cacheuta, Mina de petróleo), pero no desaparece en el período cordobés, sino que se sublima en conceptos muy caros al autor, como es de que lo trascendente pasa por los ojos y la luz (En la loma, Tarde serena).

Estas fuentes no contradicen el naturalismo de Fader, pero se trata del naturalismo de un artista que intuye que la visión cambiará en el siglo 20 y que febrilmente, sin abandonar sus principios coloristas, se interna en las posibilidades constructivas del color (China de Ñacuñán, Las colchas), o del blanco (los dos desnudos del 21), en la percepción simultánea del objeto y su abstracción (Mi hijo Raúl, De tarde), y los análisis de luz llevados a un punto que – a través de las entonces veneradas ciencias naturales- hace casi imposible el naturalismo pictórico (Regando la huerta, Paisaje de Ischilín).

Esta idea de naturaleza como una exterioridad en la que se pueden verificar las tendencias interiores del hombre –tanto de la razón como los sentimientos- vincula al sujeto con la materia, relación en la que el artista nos impulsa a sobrepasar lo contingente para llegar a los grandes niveles de realización espiritual. 

El arma plástica que empleó Fader fue la virtud totalizadora de la luz natural. Es un ingeniero cuyas máquinas son tonos que actúan como engranajes perfectos en la coherencia de los valores lumínicos de todo el cuadro, para que cada elemento trascienda sus límites.

Su paleta funde una masa de luz a vegetales (Un molle), animales (En la loma) y aun humanos (Torso, Blancos), alejando a estos de lo accidental del retrato para elevarlos a la categoría social de “tipos”: no se detiene en la descripción de cada una de las arrugas de la humilde mujer de pueblo, sino que ve en ella su integración vital con el medio: observa, en sus obras cordobesas, el encorvamiento de una espalda (Paisaje con figura), la unión de unas manos (Mujer a la sombra), es decir las actitudes naturales del cuerpo que le permiten componer el cuadro en líneas más amplias que la de la figura humana.

Esto lo hace Fader después de haber dado buenas pruebas de su capacidad para el retrato ortodoxo (El escritor, Mi hermano Federico, criteriosamente restaurado por Carlos María Funes de manera que se recuperan veladuras que enriquecen la obra, como hizo para esta ocasión con otras obras de Fader que posee el Caraffa, por ejemplo el Retrato de la madre, obra difícil por el juego de oscuridades que ofrece).

 

Un marchand, un público

En la vida del pintor fue decisiva la influencia de Federico Müller, uno de los tres grandes marchands argentinos de la época. Convencido de los valores de Fader, a quien el destino había acorralado en Buenos Aires con un sueldo de profesor de 190 pesos y una tuberculosis diagnosticada como terminal, Müller apostó todo al arte.

A pesar de que no pudo vender ni un cuadro del mendocino (de hecho, contra sus principios tuvo que comprar uno para que su protegido tuviera un respiro), le ofreció una mensualidad de 500 pesos. El dinero no podía ser más oportuno, la única esperanza de salvarse era una larga estadía en las sierras cordobesas. Se establece así una relación muy fecunda –también muy marcada por las exigencias del público de Müller, de clase alta- que le permitió a Fader dar rienda suelta a su talento y sus ansias de autonomía, tanto estética como personal.

El uso que los compradores hicieron de las telas de Fader (fue en vida un artista bien cotizado) es un tema insoslayable en la comprensión de su obra.

Los cuadros fueron colgados en las residencias europeizadas de las clases altas porteñas. En salas victorianas o neoclásicas, aislados por marcos importantes, recortados también por la falta de una perspectiva ortogonal marcada y por la ausencia de escorzos, puesto que el Fader cordobés componía preferentemente sus paisajes en planos paralelos frontales, las obras daban no sólo una nota refrescante pero despegada en las cargadas decoraciones tapiceras, sino que expresaban una aspiración de esa floreciente clase de negocios que empezaba a identificarse con una situación rural idílica. Identificación que aliviaba de los agobios de la revolución industrial, la inmigración y los conflictos sociales, tan bien captados por Quinquela Martín y Berni (quien estudió atentamente a Fader en sus años de formación y anudó el enlace con el movimiento moderno).

Fader aportó mucho a la identidad de esa clase, sobre todo a su identidad sublimada. En la década del ’10 y el ’20 se convirtió en un signo de sensibilidad hablar de pintura argentina y reconocer a primera vista la autoría de un cuadro. Desde las residencias patricias, esas imágenes saltaron a las escenografías de óperas y el teatro criollista, logrando una popularidad inesperada.

Todos estos factores, sumados al aislamiento de su santuario serrano (casi nunca bajaba a la ciudad) y un carácter aristocratizante, condicionaron la situación de Fader de manera que se mantuvo al margen de las vanguardias del ’20.

 

La sierra frente a la pampa

Ya sea por su salud, por una preferencia personal, o por ambas razones, la elección de las sierras es una de las claves de la obra de Fader. El autor se sustrae a la maldición paisajística de la pampa, ese vacío devorador en el que los pintores buscan desesperados un arroyo, un gaucho, cualquier excusa “típica” para no enfrentarse con una abismal naturaleza.

Pero al sustraerlo de la visión pampeana, Córdoba también lo sustrajo de un ambiente totalmente dominado por la economía agroexportadora: los rígidos alambrados que señalan sistemas de propiedad, los rebaños en cantidades industriales, la tecnología de trenes y rutas, el asentamiento de ciudades modernas. El cultivo del paisaje en esas condiciones se convierte en el testimonio de un poder que no respeta las pulsiones íntimas del ambiente, en el complemento utilitario del antirromántico jardín francés. La pampa es campo: las sierras son naturaleza. Fader elige las sierras.

Allí encuentra una sociedad en la que las propiedades están flojamente demarcadas, los rebaños multitudinarios for export se convierten en pares de vaquitas individualizables y hasta con nombres propios. El hombre y su trabajo se manifiestan en artesanías, en un animal ensillado o un rancho que son pura luz. La vegetación, libre de las tiranías del surco y el alambrado, crece espontánea.

Las sierras con sus laderas también ofrecen la oportunidad de emplear la diagonal compositiva, recurso con el que compensa la tendencia a los planos paralelos y que dinamiza con discreción la quietud de sus paisajes.

Entonces se acabaron las dudas para el pintor. Esta muestra sirve, entre otros fines, para comprobar los diversos fines emprendidos por Fader hasta su llegada a Córdoba. Algunos son verdaderamente sorpresivos (Dos buenos amigos, Tomando mate). Todos van sedimentando sabiduría en su talento. Libre como la naturaleza apenas rasguñada que se le presenta en las sierras (se dice que hacía arar la tierra en la madrugada para poder captar el efecto del vaho que se desprendía de los surcos), suma una variedad asombrosa de recursos de color.

A veces trata sectores de la tela con independencia de la forma, como una unidad de textura o plano abstracto, al estilo de coloristas como Corinth, pero en ese mismo fragmento incluye pinceladas impresionistas. Otras se entrega a juegos francamente expresionistas, como la cara del desnudo del Museo Castagnino, en la que el color toma un cariz moral. En otras ocasiones (Los nogales, Tarde de otoño) el entusiasmo por el color o la gradación amenaza con la destrucción del objeto, pero, fiel a su antimodernidad, se detiene antes de la disolución.

Estas combinaciones de recursos quedan siempre regidas por la mayor cualidad pictórica del Fader clásico: el control del valor lumínico, en él casi un instinto si se tiene en cuenta la velocidad con que trabajaba.

La gran oportunidad de apreciar esta capacidad totalizadora es la serie del Museo Castganino de Rosario, La historia de un día, ocho cuadros de la misma humilde construcción serrana (que hoy se conserva) a distintas horas, cada uno de ellos dotada de una autonomía cromática que evita toda pincelada caprichosa. Ocho autonomías construidas con valores de luz que son tan evidentes al ojo como necesarios a la paleta: una sinfonía del tiempo hecha color.

Con su batuta magistral Fader consigue despegarse de los esfuerzos un poco ingenuos de algunos de sus contemporáneos por representar “naturalmente”, para convertir sus paisajes en una armonía paralela a la naturaleza, y casi tan potente como ella.

Aprendizaje

“Desde mis primeros años me di cuenta de que una fuerza más poderosa que mi voluntad guiaría mis pasos hacia la conquista, primero de la geometría, segundo de las matemáticas, tercero el color, cuarto la luz… La geometría ordenó mis paisajes, las matemáticas me hicieron equilibrar el color; el color me llevó a la conquista de la luz, y esta dio vida a aquellos elementos por sí y separadamente”. (Fernando Fader citado por Romualdo Brughetti, “Nueva historia de la pintura en Argentina”, Ediciones Gaglianone, Buenos Aires, 1991).

 


“La conquista de la luz”, en La Voz del Interior, suplemento Cultura, Córdoba, 26 de abril de 2001.

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