Escándalo y crítica: La grasa y la corrupción como categorías estéticas del cuerpo

Jorge Barón Biza | 3 de Abril de 2001|


Cuando estamos cerca de las estatuas clásicas y sentimos irrefrenable el deseo de acariciarla, no es un deseo sensual. El mármol o el bronce no prometen tibiezas. Según los pocos restos de pintura que sobreviven en los pliegues de sus peplos, detrás de las orejas (como si fuesen actores que acaban de sacarse apresurados el maquillaje) y en otros recovecos del cuerpo, los colores con que las habían pintado eran fuertes, más cercanos a lo primario que a la matizada carne.

La tentación de acariciarlas proviene de otros motivos: la certeza del canon enmarmolizado y la certeza de la perdurabilidad de esa forma. Las acariciamos para sentir la certeza del equilibrio, palpar lo eterno.

La crítica hecha con nuestro cuerpo no puede prescindir de los sentidos. Pero para no quedarse sólo en crítica sensualista apela a cánones, que una vez impuestos congelan los procesos estéticos. En los períodos clásicos, los únicos decidores de verdad son la tragedia y el carnaval. El canon sonríe, ya no con la sonrisa arcaica, sino con una sonrisa un poco soberbia, pero no habla.

Para descongelar el proceso, la crítica corporal buscó entonces su materia en lo antimodélico, en la distorsión de Praxiteles, el boxeador patovica helenístico, el Baco gordo que sustituye al vigoroso Dionisos, el redondeado putto o el cuerpo indiferenciado de hermafrodita.

Nace así el escándalo por exceso de representación de vida, la verdad que se manifiesta inflando un modelo; y se configura así la herramienta del escándalo, el reventón que se produce en el desnudo, su exceso, la grasa.

En el sentido contrario –la insuficiencia de representación de vida- los helenísticos sólo llegan a la pérdida de la tersura, la arruga del viejo. Se quedan en una etapa dermatológica, superficial. Si el “quinismo” (conviene adoptar la distinción de Sloterdijk entre “cinismo” moderno y “quinismo” antiguo,  por las diferencias radicales entre ambos términos) cree ingenuamente en figuras como la metábasis, el sofisma y la falacia, no es más que por un eco de esta situación corporal en la que el cuerpo ya no busca su forma, sino la traición a su forma. Doble conciencia del cuerpo que sólo aflorará con claridad al mismo tiempo que aflora la doble conciencia del cinismo moderno. El cuerpo, una vez inmerso en el tiempo, es un Apolo amenazado, imposible, sin Olimpo, pero con tumba.

En las vidas de los filósofos quínicos abundan las anécdotas que ilustran esta función crítica del escándalo corporal. El retumbante cuesco que Schwob imagina en Crates. Diógenes hacía de su cuerpo un flechazo dirigido a la verdad zoológica. Su profeta, Nietzsche, veía en los cuerpos la inquieta marcha de lo informado.

 

La idea de “operación dolorosa” (kriné: separo), y de hacer caer algo (el cuerpo, el discurso) en una trampa (la verdad, la razón) son comunes a crítica y escándalo, pero se diferencian porque la primera pretende controlarse a sí misma con una supuesta coherencia, y el segundo actúa fuera de todo control. La primera es instrumental; el segundo, anárquico. Una diferencia de valor de uso, pero que en definitiva sirve para que ambos conceptos se complementen. El escándalo perfecciona la crítica porque fuerza la mostración de la verdad horrible, de aquello que el mismo órgano conocedor quiere ignorar.

No debemos dejar de lado que, junto con las producciones propiamente helenísticas, las culturas alejandrinas siguieron fabricando copias de los clásicos, como si tuviesen necesidad de esa confrontación entre canon y exceso, equilibrio y grasa.

Pero en esta función crítica de la desmesura corporal, la grasa tiene todavía un papel menor. Es un argumento demasiado fuerte y atemorizador, expansivo, granular, impregnante y de potencial infinito. Tiene algunas de las propiedades de la televisión. En el helenismo, la grasa viene modelada por el cuerpo seminal del putto, gordura que la edad redistribuirá apolíneamente, redención por la hormona y el deporte. Pero por el otro extremo de la vida, la crítica del cuerpo queda vacía.

Sólo con la llegada del cristianismo nuestros antepasados europeos se animan con la muerte. La arruga se convierte en un hueco temible que lleva al imperturbable hueso. La carne ha pendulado desde la grasa al vacío; sólo así ambos adquieren significación plena.

La ascesis es heredera directa del quinismo. El escándalo asciende, en el santo, del cuerpo a las palabras. El viejo escándalo desnudo, marmóreo y mudo ya es impracticable. Al centralizarse el poder sobrenatural y negar el placer del cuerpo en este mundo, el sermón anula la función crítica del cuerpo y fuerza la mediación de la palabra. El escándalo es entonces la denuncia, el sermón, que etimológicamente está más cerca de “diálogo” que de monólogo. Pero el diálogo se entabla con Dios. Es un diálogo sobre el que pende siempre la verdad silenciosa del Verbo.

El descuartizamiento y reparto de los cuerpos santos, parroquia por parroquia, una de las formas antiguas más fecundas del body-art, junto con la adoración de fluidos corporales como la sangre de Cristo y la leche y las lágrimas de la Virgen, ponen en marcha el silencio que amenaza al sermón. Los huesos del santo fundan en silenciosa verdad definitiva las parroquias del Verbo, regados por líquidos inefables. La fecundidad de lo más húmedo del cuerpo en contacto con la huesuda sequedad definitiva: escándalo. “Es imposible que no vengan escándalos, pero ay de aquél por quien vienen” (Lc., 17,1) Ay del santo, porque su sermón no es un soliloquio, es un diálogo dramático con Dios a través del cuerpo.

 

El escándalo crítico contemporáneo ya no tiene portador – ya no hay quínico ni santo-, ahora es una proficua pantalla bidimensional que no admite la grasa (que está en el orden de lo volumétrico) ni la putrefacción por corrupción (que está en el orden de la antiproducción). El escándalo pierde su función de conocimiento, indigna pero no mueve a la acción. La necesidad de espectáculo esteriliza el contenido del escándalo, lo reduce a la expresión mínima de la comprensibilidad. Debajo de los botones, nuestros cuerpos en secreto –ahora el secreto se pasea por las calles mientras que lo público sólo aparece en las pantallas- critican el canon, ridiculizan al deporte por medio de la gordura y la tumba, se ríen quínicamente de las delgadísimas modelos, saltan por encima de las mediaciones del gusto (que ya no es más que una excusa para la venta), saltan hacia la putrefacción y el hueso. La calavera es la carcajada que lo invendible le deja a los hombres de negocios.

El cuerpo de la pantalla, por su parte, pierde su capacidad de engordar y adelgazar, y se convierte en una sensorialidad sin interioridad. La tridimensionalidad del cuerpo en la pantalla permite el deslizamiento, el strip, pero otra vez la grasa y la corrupción se oponen y su crítica funda la verdadera belleza. ¿Qué tal un rollito al sacarse la blusa? ¿Qué tal un agujero verdoso por el que supuran aguas cadavéricas al sacarse el corpiño?

Desde la pantalla, el cuerpo producido de la modelo trata de luchar contra los cuerpos desbordados por la junk-food. El cinematográfico star system fue un intento de volver a la estatua clásica, eterna e indeformable dentro de un esquema mítico, pero la modelo, en su epifanía televisiva, es el vacío interior total y completo. Las condiciones de su producción le impiden hablar, actuar o gesticular. No importa que en su interior haya valores, nadie se enterará jamás. No es extraño que sea el más anoréxico de los cánones: su imagen proclama la esteatofobia. Otra vez la ausencia de carne. ¿Por qué este tipo de ausencia de carne, línea que nos baja la modelo, no se equipara con la arruga y el hueso, que- son la ausencia de carne de los comunes mortales?

La ausencia de interior personal en los tiempos de la imagen televisiva hace del viaje a la aniquilación anoréxica una experiencia más angustiosa que la muerte que nos consuela a los comunes mortales. No es de extrañar que ante este abismo aparezca el canon del tercer milenio: la bulímica, el canon que oscila interminablemente entre el exceso carnal de la grasa y su ausencia en el esqueleto.

La cultura mediática –la de la web— no legará ruinas. Se evaporará sobre el planeta dejando menos marcas que el más rudimentario palafito. Y el canon mediático, la bulímica, no tendrá nunca una imagen o una proporción definitiva. La concepción de un canon en el que el cuerpo va y vuelve de la grasa al esqueleto generando el máximo de angustia posible es la marca más original de nuestra cultura. En el apogeo de nuestra civilización ya somos fantasmas sin imagen fija, viajeros del gordo a la calavera.

 

En un tiempo en que el mercado y el margen se llevan de maravillas y todo lo marginal se vende como pan, y los más sensatos discursos se dan una vuelta por el margen para mejorar su marketing, los verdaderos críticos de la situación son la obesidad –también figura del reventón de la saciedad consumística–, y la corrupción de la materia viva, la nada que no se rellena con compras. Estamos ante la verdadera nada. La putrefacción religiosa es vacío, ausencia que se puede reparar por reencarnación. La putrefacción comercial es nada, es irreparable. Esa es precisamente la diferencia entre el vacío y la nada.

La grasa no se opone al desnudo, lo infiltra físicamente, como la muerte infiltra al canon temporalmente. Grasa y corrupción son los verdaderos parias, los que llegaron para sustituir al margen reciclado en shopping.

Por eso la grasa y la putrefacción se han convertido en temas públicos verdaderamente fundamentales. La primera es expuesta combatida obsesivamente; la segunda es escondida obsesivamente. La civilización actual moviliza contra la grasa todas las variedades de dietas que se puedan imaginar: recurre a la luna, separa lípidos, hidratos y proteínas, ritualiza bizantinamente con 128 gramos de apio a las 11 y 43, ordena masticar 23 veces cada bocado. Nuestra civilización ya no sabe tampoco qué hacer para ocultarnos nuestra putrefacción: incineraciones, cementerios sin demarcación, tumbas sin lápida o con lápida acostada, para que no se la vea… y otra vez la formidable modelo, con su imagen intocable en la grabación archivada, su tiempo que se cuenta por temporadas pactadas para que no pase el tiempo: el 2001 fue el año “en que volvieron los pantalones pescador y en esa temporada se usaron colores pastel en acordes suavemente disarmónicos”; pero de ninguna manera el año que nos hizo un año más viejos.

Todo en vano. La corrupción sigue firme al final del camino y la grasa cunde como pandemia. Todos mueren. La gente que no se muere de hambre revienta de grasa. A través de las categorías estéticas de sus cuerpos, todos votan contra las condiciones materiales del cuerpo de hoy.


“Escándalo y crítica: la grasa y la corrupción como categorías estéticas del cuerpo” en Ramona, revista de artes visuales, Nº 14, Fundación Start, Buenos Aires, 2001.

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