La autobiografía como forma literaria

Jorge Barón Biza | 17 de Mayo de 2001|


Creo que el límite inferior de la autobiografía está en la lucha contra el chisme y la autocomplacencia. Son los dos peligros básicos que aparecen cuando nos sentamos a escribir sobre nosotros mismos.

Pero vamos a tratar de señalar también el límite superior. La biografía es el instrumento por el cual podemos insertar en la historia nuestras vivencias, de manera tal que –tanto la historia como nuestras propias vivencias– tengan un significado más rico. Es casi uno de los pocos medios que existen para que eso ocurra. Cuando hablamos de vivencias, nos referimos a los recuerdos en los que predomina más la sensación y la emoción que la simple memoria automática.

Ahora bien, ¿qué ocurre cuando escribimos una biografía y sobre todo cuando la publicamos? Sucede lo mismo que con todo libro; aparecen los lectores, que son el otro término fundamental de la biografía. Habitualmente, el pacto autobiográfico entre el escritor y el lector presupone, de parte del lector, el reconocimiento de que es posible escribir autobiografías. ¿Qué quiere decir esto? Presupone que el sujeto se puede conocer a sí mismo, puede expresar ese conocimiento que, además, tiene características especiales y privilegiadas en algunos aspectos. El lector acepta estas bases, estos supuestos, y decide que recibe un conocimiento privilegiado. Precisamente, para verificarlo, asume una actitud de juez; o sea: para saber cuánto dice de verdad este hombre y en qué momento ingresa en los límites inferiores de la autocomplacencia, el chisme o lo no auténtico.

En mi concepto, nada de esto es verdad ni funciona realmente así, si lo analizamos en profundidad.

Empecemos por el escritor. Es un tanto ingenuo creer que si uno escribe un texto sobre uno mismo, ese texto va a ser privilegiado por un conocimiento especial. Pensemos: cuando la gente habla sobre sí misma, habitualmente, es cuando más se equivoca. Esa es una experiencia que todos hemos vivido alguna vez, y que sabotea la idea básica de la autobiografía.

Otro de los supuestos que corroen a la autobiografía es la idea de que uno tiene un punto de vista especial sobre los acontecimientos (además de un conocimiento preferencial). Si reflexionamos, no hay autobiografía inmediata. O sea, el escritor no va volcando en el texto los hechos a medida que ocurren, sin ninguna mediación. La vida no es como un torrente que cae sobre un papel y queda ahí plasmada. Hay mediación. Es más, existe la misma mediación que hay en todo conocimiento que tenemos de cualquier cosa o de otra persona. Si me senté ayer a escribir sobre lo que hice hace treinta años, en esa escritura va a estar la mediación de la memoria y lo que yo pueda creer que ocurrió hace treinta años. Entre ayer y hoy también pudo haber una explosión que me conmocionó, pude haberme tomado tres botellas de whisky o haberme enamorado y las perturbaciones que surgieron en mi interior me impiden tener una visión privilegiada de lo que ocurrió ayer, y mucho menos de lo que pasó hace treinta años.

La memoria es selectiva. La memoria es réplica –es embellecedora, también– pero nos tiende enormes traiciones. Así que tampoco creo en el privilegio de la persona que se sienta a escribir una autobiografía. Quizás estoy saboteando a muchos editores, pero verdaderamente creo que es así y mi experiencia así lo indica.

Finalmente, la interpretación que hago de los hechos va a estar también teñida por emociones tanto más intensas cuando son acerca de nosotros mismos que cuando tenemos que interpretar un hecho interno. De manera tal que la autobiografía, como se la concibió en el siglo pasado, sobre todo en la época del positivismo, no se puede sostener.

Entonces, la crítica empezó a buscar hasta qué mínimo podemos llegar a encontrar en la autobiografía algo que sea indudable desde el punto de vista literario. Y se encontró un elemento, una célula mínima que nos da pie para la autobiografía: el nombre. Nuestro nombre es, indudablemente, un elemento autobiográfico no mentiroso. Por lo tanto, hay que empezar a reflexionar sobre cómo funciona con respecto a nosotros.

Un nombre tiene una función intransitiva, digamos así, que es la de nuestra identidad. El nombre va a cubrir lingüísticamente los hechos más o menos conocidos de nuestra vida, las partes físicas –nosotros somos físicamente “esto”– y quizás las consecuencias físicas de nuestras acciones. Va a ser una especie de imán en torno del cual van a girar una suerte de limaduras dispersas que vamos a llamar el yo, lo que nosotros somos.

Pero también hay otra función, que es muy importante, y es transitiva. El nombre va a ser lo que nos va a unir con nuestra muerte y nos va a permitir que después de que muramos sigamos siendo nosotros mismos. En esta función transitiva, precisamente, quiero poner el acento.

Un gran poeta inglés, William Wordsworth, un romántico de comienzos de siglo pasado, se planteó de igual modo estos temas y encontró que la gran metáfora de la autobiografía –la metáfora esencial y fundante– es la lápida. Trae los hechos fundamentales de nuestra vida: el nombre, el momento del nacimiento, el año de la muerte (el marco temporal), a veces una declaración de afecto, de amor, que también es un elemento clave de la autobiografía.

Reflexionando sobre esta metáfora, un ensayista inglés, Paul de Man –quien escribió un texto muy interesante titulado “La autobiografía como desenmascaramiento”–, señala que la lápida tiene dos aspectos: uno abierto al mundo y otro enterrado. El aspecto abierto –esa parte de la lápida que tiene la escritura, que da la cara al sol, que representa los aspectos luminosos de nuestra vida– comunica con una parte enterrada que representa –o que es– la muerte. Esa pieza oculta también es todo aquello que no tiene forma, que permanece en nosotros de manera informe, y que por lo tanto no se puede expresar tan sencillamente, como por ejemplo el sueño o el subconsciente.

En esos aspectos profundos e informes, que nosotros somos y vamos a ser en la muerte, es donde se generan el sueño y el subconsciente y donde aprendemos que somos básicamente contradicción. ¿Por qué ocurre esto? Porque todos los aspectos subterráneos han dejado de lado el tiempo. Tanto el subconsciente, como el sueño y la muerte, son elementos atemporales.

Esto es importante porque lo temporal es lo que nos ordena. El orden de la sucesión es lo que nos da el sentido habitual en nuestra vida, mientras que aquello en lo que no hay tiempo tiende a desordenar nuestro ego y a desconcertarnos. En el subconsciente, ya se sabe, podemos seguir siendo niños, seguir sufriendo una herida de hace treinta o cuarenta años y se pueden seguir enviando pulsiones al consciente y desordenar esa prolija parte de la lápida que está al aire libre y que aparentemente es tan clara como un nombre, como una fecha.

¿Qué sucede con la contradicción? La contradicción profunda y vital, como es en este caso, nos comunica con el infinito. La contradicción fundamental –como la de la muerte, el sueño y el subconsciente– no tiene solución, por lo tanto es eterna. A diferencia de las contradicciones que podemos encontrar en el mundo del sol, nos plantea un diálogo eterno. Esto no quiere decir que sean contradicciones dramáticas. En ellas, sencillamente las cosas se dan fuera del tiempo, eternamente. Y lo que se da afuera del tiempo, contradictoriamente, o sea incomprensiblemente, es la esencia de la espiritualidad. En ese mundo vamos a encontrar nuestra espiritualidad de una manera que no se puede expresar directamente.

Vemos así que la autobiografía es un elemento integrador del ser humano. Y que el auténtico autobiógrafo no debe escribir para elogiarse ni para chismear, sino para salvarse de la muerte. ¿Cómo trata de salvarse? Escribiendo. Sabe o reconoce que gran parte de lo que escribe no se comprende, que él no se presenta como un proyecto cerrado, como un ser que se ha conocido a sí mismo totalmente. Se sabe incompleto e ignorante de muchos aspectos de sí mismo. Se sabe sorprendido por lo que ha hecho, y al mismo tiempo se sabe arrepentido. Porque también en el arrepentimiento está presente todo ese mundo subterráneo que nos desconcierta.

Y así, en ese estado imperfecto, reconociéndose no ya como un ser que sabe todo y lo va a contar desde un punto de vista privilegiado, sino con la humildad del que sabe que no domina, que no se conoce a sí mismo ni nunca va a poder conocerse completamente, se conecta con el mundo subterráneo y desde allí sale a relucir una nueva lápida, que es el texto autobiográfico. Este texto se produce en el mundo del sol y de lo diurno, en el mundo de lo consciente. Pero ahora viene impregnado de todo ese universo profundo de la contradicción, de lo infinito espiritual.

¿Y qué pasa con el texto de la persona que se reconoce incompleta, que sabe que ha fallado y que se arrepiente de muchas cosas que ha hecho? Es un texto necesariamente incompleto. ¿Quién tiene el poder de completarlo? ¿Quién tiene la llave para convertir al autobiógrafo imperfecto que reconoce toda su oscuridad? ¿Quién tiene el poder de recoger eso?

Aquí aparece un tema de importancia en la autobiografía: el lector. Porque es él quien le va a dar la verdadera inmortalidad al autobiógrafo. El lector va a ser el constructor de la realidad de esa vida mediante un arma poderosísima que se llama interpretación. La hermenéutica, la interpretación que hace el lector del texto.

Entonces, esa vida empobrecida por el error, por el desconcierto, por esas fuerzas oscuras que acechan al hombre, florece en centenares y miles de interpretaciones. Y así, el autobiógrafo llega por medio de ese texto al lector, y a través de la multiplicidad llega a lo colectivo; y a través de lo colectivo, quizás también llegue a esa gran concepción del ser humano que es Dios. Tal vez, el hermeneuta final del texto sea la suma de todos esos lectores, y el único que pueda hacer ese balance sea Dios.

 

Al rescate del autobiógrafo

En principio esto era lo que quería contar: cómo la autobiografía no es un acto egoísta sino un acto de construcción común, entre el autobiógrafo y sus lectores. El sentido final no lo va a tener nunca el autor. Muchas personas escriben con la triste ambición de darle un sentido definitivo a su vida: “Cuando yo me muera van a decir de mí esto”. Es una cosa autoritaria ¿no? Decir: “mi vida tiene este sentido y punto”. No, no es esa la riqueza de la autobiografía. Y no ocurre nunca. Por más cerrada que se escriba una autobiografía, el lector siempre va a tener su interpretación, siempre va a sospechar de ese texto y va a decir: “esto no funciona”, “esto no me cierra”. Entonces, lo mejor que puede hacer el autobiógrafo es abrirse a esa fuerza del lector y ofrecerle elementos para que el lector pueda interpretar. Ahí va a haber un enorme espacio en el que los dos se van a comunicar y esa comunicación, aún después de muerto –o si el autobiógrafo cae en una suerte de locura y de contradicciones-, aun cuando eso ocurra, la comunicación se va a mantener. Y el texto va a ser la garantía de esa comunicación, para los dos. Va a ser una garantía ética; porque el texto, en la medida en que sea auténtico, va a atraer al lector, va a permitir esa comunicación y va a rescatar al autobiógrafo de todos sus errores.

 

¿Se puede ser veraz con uno mismo?

Es difícil ser honesto con uno mismo. Pero no hay que confundir esto con ser dramáticamente fanfarrón. Porque hay una fanfarronería de lo bueno: es el autobiógrafo que dice “gané todas mis batallas”; y también hay una fanfarronería de lo malo. El que no puede decir “gané todas mis batallas”, entonces adopta una posición contraria y se tira encima todas las lacras que puede. Y así tenemos esas carretilladas de autobiografías donde el autor reconoce que es alcohólico y que ha matado a su madre. Literariamente, no va. No a la fanfarronería positiva y tampoco no a la fanfarronería negativa. Hay que ser veraz pero no dramáticamente fanfarrón de lo negativo.

El otro problema que se plantea, a partir de todo esto, es: ¿hay una verdad? Y, por eso, el autobiógrafo muchas veces recurre al lector como si fuese su salvación. No para ser juzgado, sino para que le dé un sentido a su vida. O sea, si reconocemos que no tenemos una idea cerrada o acabada sobre todo lo que hemos vivido, ofrecemos entonces todas las posibilidades de interpretación. Ofrecemos lo que antes ha ocurrido para que el lector nos rescate con una interpretación que le va a dar sentido.

Hay mucha literatura que se ha escrito sobre la posibilidad de abordar un mismo tema desde puntos de vista distintos y el tema aparece completamente diferente en cada caso. Hay una célebre novela -de la cual después se hizo una película japonesa notable- que es Rashōmon, y que presenta la misma violación contada por la mujer violada, por el violador, por un señor que pasaba por el bosque y son todos puntos de vistas diferentes.  Y cuando hay que sumar todo… es el lector el que debe completar eso. Y eso también es una tensión hacia la actividad del lector, a una lectura activa en la que el lector sabe que tiene una voz muy importante y sabe que no se trata simplemente de “leer un best-seller”.

 

¿Pudo aplicar estas ideas en la escritura de su libro?

En el caso de El desierto y su semilla está implícita la conciencia de que el texto no está nunca logrado hasta que el lector no lo ha completado. ¿Y quién sabe si un lector lo puede completar? Quizás, sea la suma de los lectores la que le va a dar el sentido final al texto. Por eso apelo, de alguna manera, al sentido de divinidad que es la única que al final puede reunir todas las interpretaciones.

La idea de juicio final, por ejemplo, está un poco desvalorizada porque estamos acostumbrados a ver las imágenes de Miguel Ángel que son imágenes preciosas y extraordinarias pero que no dicen que el sentido del juicio final es la llegada de cada individuo a su verdad definitiva. Esa verdad le va a ser devuelta por un poder superior, no la va a crear él. Y esa es la clave del juicio final.

A partir de todo esto, es imposible decir que una obra está lograda. En mi caso traté de ser lo más honesto y de estar consciente de que el sentido final no lo iba a dar yo. Incluso, el final del libro termina con la frase: “estoy hablando de reconciliación”. O sea, hay todo un proceso que va a tener que venir después. Si bien no es una autobiografía, es una novela con elementos autobiográficos (no soy tan malo…).

 

¿Hay un método o pautas para la escritura de una biografía?

Nobokov, quien escribió una novela que tuvo gran repercusión -“Lolita”-, pero que no es la mejor obra de él, además escribió una biografía de otro gran escritor ruso que se llama Nikolai Gogol y empezó por la muerte y terminó por el nacimiento. Así que ya ven que existe la misma libertad que existe en todo el arte. Para escribir autobiografías se han usado todas las técnicas: desde el narrador omnisapiente, que es de quien hablábamos al principio –esa persona que siente que sabe todo y escribe- hasta el monólogo interior, que es una técnica literaria que se desarrolla en el siglo XX –va de Joyce a Faulkner, entre otros- en la cual se trata de mezclar ese mundo de uno con el mundo del subconsciente, creando una sintaxis muy especial y desarticulada.

 

¿Qué diferencias hay entre la autobiografía y el diario de una persona?

Son elementos muy distintos. Por lo general, el diario tiene la función de una agenda. O sea, el diario reúne los temas –y a veces los desarrolla- que son importantes para esa persona pero no tiene una organicidad. Tiene la fragmentación de lo cotidiano. Y el diario se escribe desde un punto de vista muy vital. El que escribe un diario está convencido de que va a seguir viviendo.

 

¿Cuál es su opinión sobre las autobiografías por encargo?

Ahí entramos en el tema del negocio editorial y esas cosas. También se acerca al tema del reportaje. Yo he trabajado en los medios, ya tengo 30 años de periodista, empecé de corrector, que es una gran escuela para el periodismo, sobre todo en la época en la que el texto se fundía en plomo. No es como con la computación de ahora ni nada por el estilo, es muy distinto. Y si había que hacer una corrección, había que romper las líneas de plomo y eso costaba dinero, lo cobraba el taller. Entonces si uno rompía una línea, la corrección implicaba que lo que uno metía tenía que ser igual a lo que quitaba, en extensión, para no seguir rompiendo líneas. Si uno sacaba 50 letras y metía 350 había que romper hasta el final del párrafo. Y, además, había que calcular las “m” y las “íes”. Con el tiempo, eso te daba una versatilidad con el idioma que no creo que ninguna escuela literaria lo diera. Tenía que quedar algo con sentido y correcto, y que no tuviese una sintaxis disparatada. Todo esto viene al caso porque hace 30 años que trabajo de periodista y asocié el tema de las autobiografías por encargo con el tema del reportaje. Toda mi vida he visto reportajes de un periodista que se encuentra con otra persona que, hasta ese momento, nunca antes había visto en su vida. Se sientan, conversan media hora y cuando leés lo que sale publicado parece que el reporteador lo conoce al tipo de pies a cabeza. Te lo da empaquetadito, con moño y perfecto. Esas autobiografías por encargo salen del mismo modo. Tienen la misma técnica. Te dan el personaje cerrado. Cuando me refiero a la autobiografía, yo estoy hablando exactamente de lo contrario.

Estoy trabajando también en ese tema –me bocharon todos los editores hasta el momento- de hacer reportajes en los que el reporteador sabe que no va a entender completamente a la persona que tiene enfrente y lo reconoce. Entonces, mete en el reportaje su desconcierto, sus dudas, su vacilación. ¿Cómo voy a interpretar en un solo encuentro a una persona que no conozco? Es imposible. A mí me parece imposible.

 

¿Cualquier persona puede escribir una autobiografía a partir de los recuerdos o anécdotas que recuerda de su vida?

La autobiografía, como lo indica el sentido etimológico de la palabra, es una biografía escrita por uno mismo, es decir, la misma persona que ha vivido esa vida. La autobiografía, creo yo, es un arma, un derecho que toda persona tiene. Los adolescentes deberían escribir autobiografías. Es muy importante que lo hagan y que las guarden. Quizás, va a pasar el tiempo y van a sentir como vergüenza de haberlo escrito y luego va a pasar más tiempo y van a encontrarse con eso que les revela aspectos interesantísimos de su vida. Una cosa es la vida que uno ha vivido, otra cosa es el proyecto que uno se ha trazado y otra es lo que uno cree que ha hecho en su vida. Cruzando cada uno de esos elementos, como crítica de nosotros mismos, es como quizás se puede llegar a algún punto cercano a la verdad. La autobiografía, como todo el arte, es un derecho y si se pudiera incluir en la declaración de los derechos humanos, ¡ya mismo! El derecho a hacer arte y que ese arte sea respetado y considerado como una expresión fundamental de las personas. Yo hablé de que los lectores van configurando el sentido de la autobiografía, pero también para abajo –la otra parte de la vida, la parte subterránea, esa donde está la muerte, el sueño y subconsciente- también hay un elemento colectivo; hay una profundidad subconsciente en la cual el sujeto se convierte en colectivo. Al compartir con toda la humanidad tendencias fundamentales, básicas, nos hermanamos. 

 

¿Qué ocurre en la autobiografía cuando el nombre es escondido o escamoteado? ¿Toda literatura, en este caso, podría entenderse como una autobiografía?

Esto se mueve entre dos extremos: ¿es posible escribir autobiografías? ¿es posible descolocarnos hasta un punto tal que la expresión de ese conocimiento se vuelque en un texto? ¿Puede llegar a ocurrir eso? Hay muchos psicólogos que lo plantean y lo ponen en duda. Hay casos extremos de doble personalidad, de esquizofrenia, en los que la persona hace cosas y no recuerda, en lo más mínimo, haberlas hecho y no porque se haya tomado un botella de nada. Eso pone en cuestión el tema de la posibilidad. El otro extremo es: ¿se puede escribir algo que no sea autobiografía verdaderamente? Porque si yo escribo “dos más dos es cuatro”, algún postulado de la ciencia más dura, lo que estoy escribiendo es: “dos más dos es cuatro, lo aprendí en una escuela en las sierras de Córdoba, en La Falda. La maestra era gorda y me tiraba de la oreja”. En mi vivencia, eso va acompañado. Aunque después lo que escriba sólo sea un postulado. Es una lástima que los matemáticos, los físicos y los especialistas en el campo de las ciencias duras no se dediquen también a contarnos todo eso. A lo mejor, de ahí nacerían muchos nuevos caminos para la ciencia que todavía no han sido explorados.

En síntesis: tenemos el extremo en el cual nos preguntamos ¿es posible escribir autobiografías? Este misterio permanente del ser humano que se encuentra hacia abajo por fuerzas que él mismo no conoce y que se encuentra hacia arriba también asediado por fuerzas desconocidas, ¿es posible que ese hombre se conozca a sí mismo de una manera tal que pueda escribir una autobiografía? Es un tema que excede a la literatura y entra en el terreno de la psicología, la filosofía, la religión y los pensamientos más profundos. En literatura, humildemente, vamos a decir que se pueden escribir autobiografías, mientras las autobiografías sean escritas. Y, el otro tema: ¿podemos escribir algo que no sea parte de nuestra vida? El mismo hecho de la escritura ¿no nos está ya convirtiendo en autobiógrafos?


Conferencia pronunciada por Jorge Baron Biza en la Biblioteca Popular “Justo José de Urquiza” en la ciudad de Río Tercero el 17 de mayo de 2001. Parte de este escrito se publicó en la revista cordobesa La Intemperie en septiembre de 2005.

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