Jorge Barón Biza | 12 de Diciembre de 1998|
El artista riocuartense llega a profundidades insospechadas en su serie sobre figuras muy conocidas del ambiente del folcklore. El equilibrio de los recursos clásicos y la originalidad en caricaturas inolvidables.
La caricatura es el arte imposible de lograr el máximo de identidad por medio del máximo de distorsión. Se originó en las monedas, que, al gastarse, deformaban caras de emperadores y reyes. Este origen político le confirió una función de agresividad y desenmascaramiento que es obvia aun en los más grandes representantes del género. Delfini emplea los recursos clásicos de la caricatura para establecer una relación de cálido afecto con sus retratados, para convertir el absurdo en lirismo: es su hazaña, ve a sus retratados con el amor de un padre, el detallismo de un peluquero y la perspectiva de un dentista.
Delfini sabe de ese origen de bajorrelieve, y compone –como en los tiempos anteriores al “achatamiento” de la caricatura por las exigencias de la gráfica en el siglo XIX-, a partir de masas, modelados, volúmenes y equilibrios. Un clásico en este sentido: “caricatura” proviene del italiano caricare (cargar), que además del sentido psicológico que por suerte conserva en nuestra habla popular tiene también un sentido plástico.
Estas masas de materia áspera dialogan con líneas curvas de dibujo muy espontáneo que señala las zonas de interés específico de la identidad. En varias obras (Mercedes Sosa) se ve la influencia de Daumier y su famosa cara-pera: un corte anisotrópico en el que las grandes mandíbulas y mejillas, aumentadas por la perspectiva inferior, apoyan una frente en fuga, unos ojitos remotos, como si en lugar de caras observáramos montañas de grandeza muy poco ortodoxa.
El artista conservó la atmósfera dionisíaca del mundillo del folcklore, esas caras que detrás de las ropas funambulescas del género revelan tanto el humanitarismo de quienes se mantienen cerca de su gente como las noches de guitarreada y vino que han desgastado algunas miradas, la resignación, el amor propio que no se rinde, todo un desfile de actitudes vitales y de esas autobiografías en que se convierten los rostros de quienes han vivido con autenticidad. Hasta estas honduras llega Delfini, y no lo hace con la violencia de quien arranca una máscara sino con el respeto del que ilumina.
Esta línea principal de la muestra no es la única. En varios trabajos se advierte una búsqueda inquieta de nuevos territorios (Ramona Galarza, Tarragó Ross), con un color más simbólico y audacias (un retrato colectivo de “medias caras”: Los Carabajal).
Uno de los presupuestos del género es el conocimiento que el público tiene del caricaturizado. Esta es una de las trampas mortales para quienes lo cultivan. Mucho dibujo valioso que cayó en lo efímero. ¿Qué ocurrirá con los folckloristas de Delfini? Quedarán, y si se desvanece su individualidad, permanecerán como arquetipos (Jaime Dávalos, el Chango Nieto, Atahualpa) latinoamericanos, como señales de un arte que es popular porque está asentado en el cariño y la comprensión.
“Juan Delfini: la identidad del afecto”, en La Voz del Interior, Sección “Artes y Espectáculos”, Córdoba, 12 de diciembre de 1998