Henry Moore: escultura de un genio

Jorge Barón Biza | 29 de Septiembre de 1986|


Si recordamos la escultura que más nos gusta – cualquiera que sea – en su emplazamiento habitual, y después la imaginamos encerrada en un cuarto que apenas la pueda contener, comprenderemos fácilmente que estas obras no se componen solamente de la materia que las constituye, sino también del espacio que las rodea. La gran obsesión del escultor inglés Henry Moore, que murió el 4 de septiembre de este año, fue precisamente combinar e integrar la materia de sus esculturas con el espacio, logrando una unidad esencial. Su recurso más original fue, como todas las cosas geniales, de una sencillez asombrosa: el agujero.

Moore nació en 1898 en Yorkshire, y estudió artes gracias a una beca para heridos, puesto que había sobrevivido a las consecuencias de los gases letales durante la Primera Guerra Mundial. Sus primeras obras demuestran interés por el arte primitivo, principalmente la escultura azteca. Sus sólidos primeros trabajos despertaron en él, para siempre, el gusto por las figuras femeninas yacentes, poderosas, dueñas de las curvas, la sensualidad y la vida. Pero los rígidos moldes de las esculturas de Chichén Itzá en las que se había inspirado lo dejaron prontamente insatisfecho porque no le daban la impresión de vida que buscaba. Dejó de lado entonces las líneas rectas; las masas de sus obras se hicieron sinuosas, orgánicas, surgieron las generosas formas de los primitivos ídolos de la fecundidad tensionadas por el hueso interior e inconmovible: “Una de las cosas que quiero de mis obras es la fuerza de la vitalidad; que den la sensación de que la forma se genera por un impulso interior, algo que presiona desde dentro… Por eso me intereso tanto por los huesos como por los músculos”, declaró a Warren Forma en 1960.

Pero el gran hallazgo para lograr su estilo fue la abertura, el túnel, el agujero que relaciona las caras opuestas de la masa hasta que nadie pueda decir qué es anterior y qué es posterior. En 1931 el director de las colecciones nacionales británicas, J.B. Manson, declaró que Moore tendría que pasar sobre su cadáver para entrar en un museo. Por supuesto, también se afirmó que era inmoral.

Uno de sus criados, en el refugio del artista en Much Hadham, en Hertfordshire, decía: “Pobre Mr. Moore, todo el día dale que dale martillando en su jardín, y al final ¿qué consigue?: agujeros, agujeros, agujeros”. Sin embargo, gracias a estos agujeros, agujeros, agujeros, Moore logró que sus obras se comunicasen consigo mismas en un abanico de direcciones que entran y salen generando una unidad indisoluble con el espacio. Las esculturas de Moore no necesitan de los museos, demuelen amorosamente el “cuartito” que las contiene incorporando el espacio y entregándose al mismo tiempo a él.

De esta manera aparece en su obra otro elemento fundamental: la naturaleza. Casi no se puede concebir una escultura de Moore sin grandes cantidades de espacio, aire libre, parques, luz natural. Así es su arte, único y enorme.


“Henry Moore: Escultura de un genio”, La Revista, Buenos Aires, 29 de setiembre de 1986. 

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