Jorge Barón Biza | 15 de Mayo de 1988|
José Hernández nació en 1835 en el partido de San Martín. Pasó su juventud en el campo. Vivió en Paraná, Corrientes, Buenos Aires y estuvo muchos años en el destierro. Denunció como diputado los abusos contra los gauchos. La primera parte de su “Martín Fierro” apareció en 1872; la segunda en 1879. Murió el 21 de octubre de 1886. Su poema fue calificado por el gran crítico español Marcelino Menéndez y Pelayo como “obra maestra”.
Leí por primera vez el “Martín Fierro” cuando tenía catorce años: volé sobre sus versos como sobre una novela policial. Los pasajes del poema de Hernández quedaban grabados en mí con la fuerza de recuerdos que llegan desde una región muy firme y profunda de la memoria. Durante varios años volví repetidamente al texto. Después en la década del 60, un tenue sentimiento de lejanía se fue apoderando de mi trato con el libro. Creía – entonces – que mi vida ciudadana y moderna no correspondía con el áspero gusto rural del poema. Muchos amigos míos pensaban igual. Finalmente regalé mi ejemplar, aproximadamente en la misma época en que eludía todas las invitaciones a pasar unos días en el campo. No fue tan fácil, sin embargo, eludir el poema.
Aunque no tuviese el volumen en casa me tropezaba con resonancias del “Martín Fierro” en las discusiones acaloradas de los automovilistas, en las reflexiones de los filósofos de bar, en las ironías de los amigos que no habían leído el libro.
A veces me encontraba con Fierro mismo: otras con Cruz, Picardía o Vizcacha; a algunos conocidos les descubría un día rasgos de Cruz y otros de Vizcacha. Demasiado frecuentemente mi mundo me refería al de Hernández, que yo consideraba exótico y lejano en el tiempo.
Hubo otro factor que también me señalaba a Hernández. En canciones y poemas de otros autores el gaucho aparecía cubierto siempre de palabras ostentosamente folklóricas que yo no había oído jamás, palabras tales como “coyuyos”, y que nunca sabía bien de qué trataban y me hacían extrañar el lenguaje esencial – de “notas apenas perceptibles”, como dice Martínez Estrada – que yo recordaba en el gran poeta. Además, los gauchos que otros autores hacían llegar hasta mí eran seres de leyenda, inhumanos de tanto cargar con idealizaciones. Martín Fierro, en cambio, era en mi memoria un personaje que, como los caballeros andantes, tomaba fuerzas de su soledad pero que, como Don Quijote, había sido despojado por su autor de toda falsa perfección y era arrojado una y otra vez contra la realidad, aunque esta no lo dejase bien parado.
“Un buen libro – pensaba yo entonces – debe ser esto: un libro que vuelve siempre a nosotros”.
Con el correr de otros años empecé a añorarlo por razones personales: las alegrías de la libertad que nos da el vagabundeo; los encuentros con personas queridas, que inmediatamente se convierten en separaciones; la desolación de la orfandad, los malos transes superados a embestidas y muchas otras circunstancias de mi vida nada campestre me devolvieron a Hernández. Casi con urgencia compré mi segundo ejemplar.
Así aprendí que “Martín Fierro” es una obra inevitable en mi vida; que “Martín Fierro” no es argentino porque narre la historia de un gaucho, sino porque nos habla de la violencia y de sus falsas soluciones.
Así entreví también cuál puede ser el lazo que une el Quijote con los españoles. Porque un libro inevitable es sin duda un clásico, y el “Martín Fierro” es la oportunidad – la única – de experimentar esa relación constante con el espacio y el tiempo que me corresponden, y que sólo un clásico me puede brindar.
“Martín Fierro: el centenario de un clásico” publicado en La Revista, Buenos Aires, 15 de mayo de 1988.