Jorge Barón Biza | 2 de septiembre de 1999|
Un período complejo de la historia italiana quedó reflejado en la muestra “De Valori Plastici a Corrente”, que permite reflexionar sobre la tensión política y las influencias en un mapa artístico de gran riqueza.
La Galleria Nazionale d’Arte Moderna de Roma, en Villa Borghese, no es uno de los grandes museos de la ciudad ni el mejor de Italia en su tema, pero ilustra tiempos conflictivos (de la década del ’20 a la del ’40) para el arte y los artistas.
Es imposible adentrarse en esos 35 años sin plantear antes el problema ético. Como la Alemania nazi, la Italia fascista fue un régimen totalitario y en los años ’40 abandonó toda máscara y terminó por declarar a los judíos y gitanos, de milenaria tradición en el país, como “extranjeros”, aceptó las deportaciones al norte y todos los consejos de Hitler.
Pero antes de la Segunda Guerra Mundial, el fascismo dejó algunos resquicios en su política cultural que permitieron suponer que había lugar para el diálogo, lo que no ocurrió en Alemania, firmemente enrolada en el concepto de “arte degenerado” aplicado a cualquier manifestación vanguardista.
El peso de la tradición clásica y neoclásica estuvo siempre más vivo en Italia, se la respiró con más naturalidad y muchos artistas encontraron en ella elementos para renovarla sin caer en los estrictos cánones aburridos del arte nazi (casi igual al stalinista). En Italia, la influencia renacentista siempre actuó con naturalidad y las confrontaciones academia/vanguardia fueron menos virulentas que en Francia y Alemania. De hecho, “el fascismo sólo se opuso a la investigación artística avanzada por prejuicios burgueses y por la desconfianza con que regímenes reaccionarios suelen honrar a la cultura, pero no llegó a condenar ni a proscribir dicha investigación como ocurrió en Alemania”, según anota el historiador marxista Giulio Carlo Argan.
Huida del tiempo
Un caso típico es el de Carlo Carrà, formado en el divisionismo de principios de siglo, quien finalmente extrajo de su admiración por los primitivos Giotto y Ucello elementos para enriquecer la pintura metafísica con una idea concreta de la forma sometida a la luz y al tiempo.
Este movimiento metafísico que tanto influyó en los pintores cordobeses que visitaron Europa en aquel período, puede ser interpretado –también- como un refugio que algunos artistas se cavaron para escapar de las acuciantes solicitaciones de su época, una realidad construida fuera de la realidad, en la que el maniquí sustituye al hombre y toda mirada deviene platónica. La contraposición con las propuestas del futurismo –todo dinámica, todo energía- es casi rotunda. Ambos movimientos ejemplifican, cada uno a su manera, las dudas de muchos artistas para tirar por la borda un academicismo anecdótico y sumarse a los procesos sociales. Los intentos de Marinetti por hacer del auto y el avión las claves de su tiempo se pierden en las alturas de una retórica vacía.
En este sentido, las revistas Valori Plastici y La Ronda demuestran una actitud más alerta e intransigente, tanto con la tradición como con las tendencias del cubismo analítico y cezannianas. De allí, nace un ánimo para lograr que las formas se expresen en volúmenes sólidos, que no es puramente reaccionario, que se puede percibir en casi todo el período que analizamos, un cuidado por el cultivo de la técnica, que en arte equivale a valorizar el trabajo, ensalzado tanto desde la izquierda como desde la derecha como salida al individualismo burgués.
Estas tendencias se banalizaron en manos de los pintores menos talentosos del movimiento del Novecento, pero en los mejores – Sironi, Oppi, Funi- anidaba la convicción de que estaban renovando el arte y un entrever de lo que ocurría en las vanguardias.
Una prueba de que la situación italiana era flexible la da la muestra inauguración de Novecento, en 1926, en Milán, organizada por Margarita Sarfatti (después perseguida por el régimen y refugiada en Argentina), y al que concurrieron todos los artistas notables de la época, desde De Chirico a Morando, de Casorati a Severini.
De hecho, el segundo futurismo, que surgió como reacción vanguardizante a Novecento, se desarrolló durante toda la década del ’30 y desembocó, bajo la influencia externa de Kandinsky y Arp, en la abstracción, con la muestra de 1934 de la Galería El Millón, de Milán, ya en el dominio de la geometría y lejos de toda intención política.
Ejes y combinaciones
Para quienes estamos acostumbrados a vivir en el país de la Cabeza de Goliath, la experiencia italiana es verdaderamente reveladora. Desde el Medioevo, la península se movió en un terreno cultural en el que actuaban varios ejes enriqueciéndose mutuamente. El siglo 20 no fue una excepción. Al abrumador peso de la historia en Florencia, se oponía la necesidad política de Roma, el afrancesamiento de Turín, el eclecticismo milanés, la caja de cristal veneciana y aun otros centros menores, como Bérgamo y Como, que pesaron en el panorama general. La riqueza de influencias, estímulos y diálogos que esto implica es apenas imaginable para el campo cultural argentino. El lapso entre las guerras incluye también el grupo de los “Seis pintores” de Turín, influido por el expresionismo, la “Escuela romana”, que llevó a Novecento a una investigación tonal, y que terminó por oponerse al movimiento oficial, la abstracción racionalista de Como, etcétera.
En la década del ’40, a medida que las noticias del frente desmentían el triunfalismo fácil de las imágenes oficiales, el drama sustituyó a la flexibilidad, el rigor al dejar hacer. El ejemplo claro fue la revista Corrente, en Milán, que en oposición a la nazificación del régimen recurre a un neorromanticismo opuesto a la forma, ya convertida en retórica. La revista fue clausurada 10 días antes de la entrada en guerra.
Como reflexión final, queda un saldo en el que llama la atención la falta de figuras enormes (salvo Morando, Carrà, Manzú y Marini), con peso decisivo en la historia del arte, en un país donde el genio es moneda corriente. Esa quizá sea la consecuencia del fascismo: haber tolerado un diálogo, pero cuidar también que ese diálogo se diera en sordina, en un tono relativamente menor. Fue el precio que pagaron muchos artistas dotados.
Influencia en Córdoba
La influencia del arte italiano de entreguerras fue más importante en Córdoba que en Buenos Aires. Y desde fines del siglo pasado el destino de las becas cordobesas era mayoritariamente Italia. Pero también hay que considerar la influencia de profesores italianos como Fabbri, Orlando, Casella, Bignozzi, que vinieron a la Argentina. Quedan muchos testimonios que podrían constituir una muestra interesante: obras de cordobeses realizadas en Italia. Recientemente se pudieron admirar en el Caraffa los cuadros de San Geminiano de Antonio Pedone. Son sólo un botón. Si bien es cierto que muchas de las obras están perdidas o son muy difíciles de encontrar, por razones de espacio o porque fueron hechas en un período muy temprano de la carrera del artista (la gran muestra de Spilimbergo en el Centro Cultural de Recoleta no halló ningún trabajo del maestro realizado durante su aprendizaje en Italia), el esfuerzo bien vale la pena. Habría que rebuscar entre las obras de Malanca, Borla (que permaneció cuatro años en la península), Zago, Roberto Viola, Primitivo Icardi, Armando Sica y muchos otros más cercanos.
“Entre la aldea y la guerra” (Informe en Córdoba: Fernanda Juárez). La Voz del Interior, 2 de septiembre de 1999.