El rapto de la belleza

Jorge Barón Biza | 1993|

Con enorme facilidad, obras fundamentales para la historia del arte desaparecen por obra de los ladrones. En muchos casos, los robos se producen directamente en los yacimientos arqueológicos de manera que nadie se entera oficialmente de que las piezas existieron. Esta táctica es muy frecuente en Latinoamérica.


Los arqueólogos de América Latina viajan fatigosamente a los más remotos yacimientos culturales del continente para encontrarlos devastados por los saqueadores. En la Sierra Nevada, en Colombia, por ejemplo, donde en tiempos precolombinos existía una deslumbrante tradición de orfebrería, hoy los “huaqueros” trabajan regularmente en el saqueo de tumbas. Arturo, uno de esos trabajadores-aventureros, fue entrevistado por Hubert Prolongeau para Muséart (número 16). El huaquero narró el hallazgo más importante de su vida, una gran estatua cubierta del “sudor del sol”, como los chibchas llamaban al oro. Cuando el periodista le preguntó dónde estaba la estatua, Arturo contestó: “Se fue. Lejos”.

Los huaqueros no trabajan por su cuenta. Generalmente están en contacto con comerciantes de arte que exportan las piezas antes de que se las pueda datar con precisión. Ante esta situación, el conocido Museo del Oro de Bogotá, que depende del Banco de la República, no tiene otro remedio que hacer la vista gorda y negociar por interpósitas personas con los huaqueros. De hecho, estos prefieren negociar con compatriotas siempre que esto les permita sobrevivir. Los huaqueros de hoy no responden a la imagen clásica de los saqueadores de tumbas. Han formado un sindicato reconocido por la Central de Trabajadores y quieren negociar directamente con el gobierno para venderle el fruto de su trabajo. Además, reclaman ser formados en arqueología y antropología para que su trabajo no perjudique las investigaciones científicas.

Pero por ahora, este tráfico generalizado amenaza con dejar un continente sin su tradición. El daño es irreparable, porque aun cuando se recuperen las piezas robadas, la información esencial (como el estrato en el que se hallaban, cuáles eran las otras piezas que las acompañaban, el orden en el que estaban colocadas y cien datos más) está irremediablemente perdida.

Las armas son pocas. En 1970 la UNESCO logró concertar un acuerdo sobre protección de bienes culturales. Sin embargo, de los países del primer mundo (donde se compra la mayor parte de las obras robadas), sólo Estados Unidos y Canadá lo firmaron, dejando las manos libres a los coleccionistas de otras naciones poderosas.

Después de cuidadosos estudios, el Servicio de Aduanas de Estados Unidos y el Comité Asesor sobre Propiedad Cultural, dirigido por Jack Josephson, dentro del área de la Agencia de Informadores de los Estados Unidos (USIA) pusieron una valla al saqueo. En 1983 entró en vigencia la legislación que impone a los importadores de arte de los Estados Unidos la obligación de probar que sus obras no han sido robadas, principalmente cuando provienen de lugares ricos en yacimientos arqueológicos, como El Salvador, Guatemala, Perú, Bolivia…

La ruta que nacía en los proficuos yacimientos mayas u olmecas y se dirigía directamente al norte del Río Bravo se interrumpió. Las importaciones directas de bienes culturales cesaron por parte de Estados Unidos… ¡porque ahora las obras viajan a Europa!

En algunos casos el círculo se completa cuando un comprador estadounidense adquiere en el Viejo Mundo las piezas contrabandeadas desde Latinoamérica. Un ejemplo muy notorio es el de El señor de Sipán. Cuando en 1987 los arqueólogos excavaron esta tumba moche del norte del Perú, ya los “huaqueros” (o saqueadores furtivos) habían pasado por allí. La investigación permitió reconstruir lo ocurrido: un coleccionista californiano había comprado el botín. Las ricas piezas de oro, cobre y joyas habían sido recubiertas con arcilla en Bolivia y enviadas a Inglaterra, donde permanecieron almacenadas durante cuatro meses y enviadas después a los Estados Unidos. El gobierno peruano todavía está pleiteando para recobrar el tesoro – o lo que queda de él-, pero también en este punto hay que ser sumamente  cuidadoso: si los compradores aparecen como si hubieran actuado de buena fe, los demandantes pueden ser condenados a pagar una indemnización.

Las legislaciones de los países del Viejo Mundo son en este aspecto muy permisivas. La legislación suiza, por ejemplo, permite tanta discreción y secreto en el tema de los bienes en almacenamiento como en el de las cuentas bancarias. Después de cinco años, una pieza guardada en un depósito en Zurich, sujeto a las franquicias del “free port”, puede continuar viaje con plenos títulos de propiedad para su poseedor. Según un detallado informe de la revista Time, el plazo de cinco años se acorta a tan solo siete días si el depósito se hace en el pequeño principado de Lichtenstein.

Con estas facilidades, no es de extrañar que el robo de obras de arte haya ascendido al tercer lugar en el mundo del delito, después de las drogas y los robos a través de la computación. Además, los pocos delincuentes que son capturados en este terreno (no más del diez por ciento) reciben condenas benignas. La atracción es tanta que se han detectado casos de individuos con frondosos prontuarios que cursaban aplicadamente estudios de bellas artes.

Los motivos de este “amor” por el arte son claros si se los pone en cifras: según una estimación del gobierno de los Estados Unidos, el robo de obras de arte mueve más de dos mil millones de dólares por año; otras estimaciones suben hasta seis mil millones. En Italia se registraron entre 1970 y 1990 más de 253.000 robos. En 1992 se investigaron en la Comunidad Europea más de 60.000 robos de arte, por un valor aproximado a 600.000.000 de dólares. Estas cantidades pueden estimarse en países donde las obras están cuidadosamente registradas y custodiadas en museos o edificios históricos administrados por el Estado o la Iglesia. En los países donde los tesoros culturales todavía están en su mayor parte enterrados en remotas regiones  andinas o selváticas, los registros no tienen precisión, pero estremece tan sólo pensar hasta dónde puede llegar el saqueo.

De hecho, la identidad cultural de todo un continente puede estar en peligro. Si desaparece un Rembrandt, todos sabemos que ese Rembrandt existió y sabemos qué lugar ocupaba en la trayectoria del artista. Pero si desaparece una obra maestra de la cultura Nazca, sin que nadie la registre ni clasifique, se pierde irremediablemente una de las pruebas irrefutables de la grandeza cultural del continente. Si no se detiene el saqueo, las maravillas de América latina corren el riesgo de convertirse –como las de la Atlántida o tantas otras civilizaciones de las que sólo guardamos el recuerdo- en un pálido mito que no consigue reflejar su esplendor real.


“El rapto de la belleza”, en revista Arte al Día número 49, Buenos Aires, 1993.

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