Escríbeme, aunque sean tonterías

Jorge Barón Biza | Marzo de 1993|

¿Desaparecerán las cartas de amor, esos billetes de seis líneas, urgidos de pasión, o esas sedosas y numerosas páginas en las que él –o ella- traza el inventario de sus horas de ausencia entre la agonía, el anhelo y la esperanza?

En la era electrónica, ¿qué lugar y tiempo tiene el corazón para buscar palabras y ordenarlas en el mejor estilo que le dicten su dicha o su zozobra?


Grandes figuras públicas de este siglo escribieron conmovedoras e inquietantes cartas de amor. Muchas de ellas se perdieron o fueron deliberadamente extraviadas en beneficio del pudor o en salvaguardia de la privacidad. Afortunadamente, es variada y abundante la antología de ese género, genuinamente literario por otro lado, que ha hecho las delicias de fervorosos lectores. Hace poco, en Francia, se editaron las cartas de amor entre Helen Hessel y Henri-Pierre Roché, autor de dos novelas casi autobiográficas que conocieron el éxito tanto en sus versiones originales como en las adaptaciones que de ellas hizo el cine. La primera fue Jules et Jim y la segunda Dos inglesas y el continente. En estos días, Cartas a Henri-Pierre Roché de Helen Hessel, su amante recurrente, incierta, ambigua y apasionada, es un éxito de librería en París. 

En su tiempo, hace más de medio siglo, otro francés apasionado, Paul Léautaud, dio a publicidad las antiguas cartas amorosas que durante años dirigió a su madre, a quien prácticamente jamás conoció, salvo en breves encuentros siendo él un joven de veinte años y ella una mujer de treinta y seis. El caso, sin dudas, es asombroso, pero no el recurso de las cartas en sí; en definitiva la prolongación de un estilo, motivado tanto por la necesidad particular como por la más vasta necesidad del arte.

Hoy, y desde hace varias décadas, el teléfono primero y ahora el fax, fueron reduciendo la modalidad galante de la comunicación amorosa por escrito, a trámites más simples y, por cierto, menos perdurables. Con todo, la electrotécnica comunicacional no consiguió todavía eliminar definitivamente la necesidad del mensaje amoroso. Así, la promoción de los pasacalles y los graffiti en aerosol constituyen la novedad del sistema. Sin duda, forman parte del raro estilo de nuestro tiempo, donde prevalece la noción de privacidad como ideal pero no como práctica: hacer público lo estrictamente privado es una paradoja de nuestra época; en consecuencia, los sentimientos se proclaman en la calle como si se tratara de anuncios publicitarios o de consignas políticas.

En cuanto al fax, él sí plantea el punto más alto de la paradoja: rescata la escritura en un tiempo, de imágenes y sonidos, y, al mismo tiempo, es privado y público, y cualquiera puede leer lo que en la máquina se escribe. Pero aquí ya no se trata de un público indeterminado indiferente, sino de cierto grupo de personas ajenas a la privacidad de quien escribe pero habitualmente no desconocidas. Entonces, ¿qué hacer? ¿Es recomendable emitir un mensaje de amor que seguramente va a ser leído por cinco o diez personas? Y cinco o diez personas, ya sabemos, importan más que un millón. Pero sin duda, la imaginación hallará soluciones a este dilema. En tanto, ¿cómo nació la carta de amor?

 

Las cartas de amor nacieron francas, casi rudas, en su confesado interés por el cuerpo. Para el poeta latino, Ovidio, del siglo primero, la primera preocupación es, en su carta-elegía de “Amores, I, 4”, lo que puede ocurrir bajo las mantas. Invitado a un festín al que también iban a concurrir su amante con su esposo, el poeta es víctima de las costumbres de sus tiempos paganos. En los banquetes de la Antigüedad, los esposos se recostaban juntos en el triclinium y se cubrían con mantas: “… pero lo que tan bien ocultan las mantas, eso lo temeré sin verlo. No juntes su muslo al suyo ni lo enlaces con tu pierna –recomienda Ovidio a su amada-, ni unas tu suave pie a su pie grosero”. Lo que no se ve es motivo de preocupación. Así nacen las cartas de amor.

Pero la gran desaparición ocurre en el Medioevo. Ya no son mantas las que ocultan a la mujer, sino un refinado sistema de símbolos, ceremonias y misterios. Nace el amor cortés y –en el Renacimiento- el amor cortesano codificado por Baltasar Castiglione. La veneración de las mujeres tiene desde entonces dos rituales: uno es público, la poesía; otro es privado, la carta de amor. La carta de amor se convierte en el medio de comunicación más verosímil. Escrita en primera persona, firmada, enviada desde la incertidumbre de la respuesta, la carta de amor llenaba todos los requisitos de la autenticidad. El remitente no sabía si sería leída, si habría respuesta y cuándo llegaría ésta. Un juego de retardos, juegos y vacilaciones va desplegando una estrategia que, más tarde, en el cínico siglo XVIII, desplaza casi completamente al amor.

“Observe bien –escribe uno de los siniestros personajes femeninos de Las relaciones peligrosas, la novela epistolar de Choderlos de Laclos- que cuando escriba a alguien, es para él, y no para usted. Debe entonces tratar de decirle más lo que le agrade a él, y no lo que piense usted”. Fin de la autenticidad, fin también del amor.

Contra este cínico vacío se han unido casi todos los escritores. La reacción ya se produce en el mismo siglo dieciocho. El Werther de Goethe es la antítesis de Las relaciones peligrosas: una novela escrita también en cartas, pero cartas que no tienen ningún valor táctico, cartas que pretenden ser expresivas –como señala Roland Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso-, que pretenden establecer una relación absoluta, total. De hecho, las tácticas de Werther son tan inapropiadas para el mundo, que el joven fracasa y se suicida. Ha llegado el romanticismo.

La veneración por la mujer ha sido restaurada. Ahora esa veneración es tan importante que la respuesta es exigida perentoriamente: “No quiero que mis cartas queden siempre sin respuesta –escribe Freud a su novia Martha-, y dejaría de escribirte inmediatamente si no me respondieses. Perpetuos monólogos a propósito de un ser amado, que no son ni rectificados ni alimentados, desembocan en ideas erróneas sobre las relaciones mutuas”. Fin del romanticismo suicida. Llega el romanticismo positivo. Alguien con su enorme cartel aparece en el horizonte. Si no tiene computadora, escribirá su mensaje –claro, directo, inmediato- con un aerosol: “Ana te re quiero. Llamáme”. A su lado, aplauden los mejores escritores del siglo.

 

El amor faxeado

El teléfono, el telegrama, los graffiti de aerosol, todo parece atentar hoy contra las cartas de amor. Ya no se espera con emoción al cartero ni se escucha el suave deslizarse de la carta por debajo de la puerta. El lacre ya no es el guardián de la privacidad. El monótono runrún del fax anticipa el envío de novedades por vía electromagnética, vía satélite. Las estrellas son los verdaderos testigos de estos amores contemporáneos. El ejecutivo envía desde las antípodas un fax a su oficina. Entre órdenes de comprar y vender, agrega un tierno mensaje a su esposa. Antes de llegar a destino, el mensaje pasa por los ojos y las manos de la secretaria…


“Escríbeme, aunque sean tonterías”, en revista First número 78, Buenos Aires, marzo de 1993.

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