Jorge Barón Biza | 18 de Marzo de 1999|
Nació en Buenos Aires y egresó como profesor de la Academia Nacional. Enfermo y con escasos recursos, subsistió como empleado de correos hasta que su talento y los premios le permitieron perfeccionarse en Europa. Luego, fue docente en su ciudad, La Plata y Tucumán. En 1952 se instaló en Unquillo, donde formó a grandes creadores. Allí murió, el 17 de marzo de 1964.
“Entre los artistas argentinos de este siglo, ocupa un lugar de excepcional importancia, dotado de temperamento dramático, de definido rigor plástico, su arte participa a la vez del acento ‘quattrocentista’ italiano y de la más perdurable modernidad. Es un pintor sólidamente constructivo, de una fuerza áspera que sabe controlar eficazmente en sus telas al extremo de fundir su materia sin que ésta pierda sus calidades pictóricas y volverla organismo viviente”.
Este juicio de Romualdo Brughetti sobre Lino Spilimbergo, publicado en Criterio en 1953, da una idea acabada del prestigio que le valió su obra ya durante su vida fructífera. El talento y el trabajo fueron sus motores inagotables. Aprendió a respetar la artesanía mientras aprendía el oficio de grabador con Collivadino.
Debió remontar su origen humilde a fuerza de estudios nocturnos, aunque la novelización de sus penurias –huérfano temprano, tareas rurales en Pergamino y Mercedes- ha sido desmentida por sus familiares. Su primer sueldo fue el de cadete de Gath & Chávez y después trabajó como empleado de correos. Su asma pertinaz le hubiera impedido las agotadoras tareas del campo que la leyenda le atribuye, pero no le impidió estudiar de noche hasta completar su formación, complementada con largas prácticas en un galpón de chapas que compartía con Alfredo Bigatti y Aquiles Badi, en el que los artistas se turnaban para hacer de modelos. La práctica del paisaje se cumplía en los lagos de Palermo, que estaban a tiro de pincel.
Durante su juventud de integró al movimiento plástico. En 1920 envió sus obras al Salón Nacional. Pronto llegaron los premios y el viaje a Europa. La crítica señaló con acierto, a su regreso, lo que había incorporado de los primitivos italianos en fuerza y estructura. Sólo ahora, en un estudio realizado por la Fundación Spilimbergo sobre sus viejos trabajos realizados en el taller de André Lhote en París, se puede apreciar hasta qué punto estuvo también atento al legado de Cézanne, al que reinterpreta en un nivel de inusitado rigor sintético.
Este contacto con las vanguardias continuó a su regreso a la Argentina por su vinculación con el grupo Signo, dirigido por el crítico Leonardo Starico. Allí se mantuvo al tanto de la avanzada en música – Juan Carlos Paz, los Castro, Gianneo-, literatura –Ramón Gómez de la Serna, Raúl González Tuñón, Oliverio Girondo, Jorge Luis Borges- y pintura – Xul Solar, Pettoruti, Berni, Del Prete-. Hay que destacar esta modernidad, porque el acento que se ha puesto en sus valores tradicionales y sus vínculos con la primera pintura renacentista ha desequilibrado un poco el cuadro y relegado todo lo que aportó de audaz e innovador.
“Más dibujante que pintor, fue cruel consigo mismo en el castigo que se impuso para crear, llegando a síntesis extremas de línea, plano, volumen y espacio… ¿Moderno? Como fueron modernos algunos pintores europeos entre las dos guerras mundiales, capitalizando las conquistas de los grandes maestros fauves, cubistas, futuristas, expresionistas…”. Este reconocimiento de Jorge Romero Brest, uno de los críticos más vanguardistas, toca la otra campana en una polémica que será tan eterna como el arte de Spilimbergo.
La línea hacedora
Pero para que estas influencias tuviesen identidad plena, fue decisiva en el arte de Spilimbergo su relación con el interior del país. Primero, el penoso tiempo en San Juan, donde su juventud ansiosa de novedades se sintió frenada por el empleo en correos; después Tucumán, el lugar que le ofrece el ámbito para la plenitud; finalmente Unquillo, el rincón elegido para culminar su obra y transmitir su pasión por el “hacer” a sus alumnos. Pocos de estos pudieron remontar la torrentosa influencia del maestro.
El constante respeto que el artista sintió por el trabajo, por la fábrica que es el hombre, se refleja con plenitud en su dibujo, uno de los puntos culminantes del arte argentino.
Como la de Mantegna –Spilimbergo participó en los murales de la Galería Pacífico, la más importante de la Argentina-, la línea de Spilimbergo no se desliza sobre el virtuosismo, no siquiera es evidente en un primer vistazo de sus grandes obras. Está tan compenetrada de la materia y el espacio que su fuerza fusiona los elementos con un poder que se despliega con seguridad y que, a medida que crea grandes espacios y contraespacios, deja lugar para los detalles que nos ponen de rodillas ante la vida multifacética y continua.
En esa relación entre el detalle y el gran espacio lograda por esa línea abarcadora radica el famoso misterio de sus obras. Esta creación constante de las “formas de la fuerza”, en la que el artista se muestra insuperable, tiene su contraparte en el trillado tema de los ojos. Se habló de ojos mudos, de encierro metafísico, de rechazo a comunicarse. Los grandes ojos spilimbergianos, a veces de rasgos etruscos, con mayor frontalidad que lo que la perspectiva del rostro propone o requiere, actúan en sus retratos como el hueco de los huracanes que se despliegan a su alrededor. Esta intensidad estructural se logra, precisamente, gracias a una grandeza que, por necesidad plástica, se apoya en un cierto vacío.
Los retratados de Spilimbergo han dejado de mirar al espectador para compenetrarse con la tela y, desde allí, hipnotizados por el coro de formas, colores y líneas que son ellos mismos, guiarnos a una dimensión interior que no busca la psicología del retratado ni la empatía del espectador, sino que actúan como bisagra entre nuestro mundo y la verdad nada misteriosa pero siempre enaltecedora del arte. Está ahí. Basta mirar y saber, sumergirse y aceptar.
Catástrofes personales La tuberculosis, el sida, la paranoia, la epilepsia, son enfermedades que sirven para fundamentar la leyenda de los artistas. El asma, en este sentido, tiene prensa pobre. Parece que la asfixia y la permanente amenaza de asfixiarse no son suficientes para entablar una lucha con el sentido de la vida. A ningún guionista se le ocurriría basar su filme sobre los sufrimientos del asma. De hecho, la mala divulgación de Freud convirtió al asmático en un culpable de sí mismo por razones que ignora y no controla. El asma determinó sus lugares de residencia y participó en las angustias primarias que lo llevaron a otras catástrofes personales de las que fue aliviado por un psiquiatra humanista cordobés, Gregorio Berman. Mientras las otras enfermedades causan un efecto egoísta en los artistas, un sentimiento de “pobrecito yo” que apenas esconde el narcisismo, los sufrimientos de Spilimbergo lo abrieron más y más hacia los otros seres, a comprender que en todo, hasta la más pequeña bocanada de aire, anida la privación y el dolor. ¡Metafísica!, decían los críticos de 30 años atrás. La extraordinaria fotografía de Anne-marie Heinrich muestra a un hombre de una robustez no prepotente, un ser en el que cara, cuerpo y ropa destilan la serenidad sin afectaciones de aquel que ya ha hecho. Los ojos se elevan al foco que inunda de contraluces la cara. Las mejillas y las mandíbulas tan fuertes aprisionan una boca de labios introvertidos, como si estuviesen reteniendo una energía preciosa. En un autorretrato al pastel de 1959, Spilimbergo se ve tal como lo vio la cámara. La comparación de las dos imágenes es un homenaje al ojo veraz. Casi sin labios, la masa de huesos y carne de la mejilla y la frente parecen a punto de estallar de energía. De los dos ojos, uno está desvalido, en el plano más lejano. El otro es un ojo de Spilimbergo a lo Spilimbergo. No se hace el psicólogo ni busca una simpatía fácil, pero quien lo mire se queda ahí, en la tela, en el arte.
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“El ojo del huracán”, en La Voz del Interior, Córdoba, 18 de marzo de 1999.