Jorge Barón Biza | 1993|
Intérpretes de horizontes generosos y montañas imposibles, los pintores de nuestra tierra ven crecer el prestigio y la cotización de sus obras. Cuatro conocedores del mercado artístico analizan el fenómeno para los lectores de Nueva.
La inmensidad del paisaje, característica de la Argentina, fascinó a nuestros artistas. El pintor Fernando Fader escribió una vez: “Así como en Europa se percibía la figura humana desprendida del paisaje, encontré que aquí, en América, se integra y confunde con él”. Precisamente Fader, quien murió en 1935, es uno de los paisajistas que logró – no hace mucho – el precio récord de 256.700 dólares por su obra Entre los duraznos floridos.
¿Cuál es el significado de esa cotización? Para el crítico de arte Rafael Squirru, “después de muchos años de abstracción y experimentación artística, ahora se nota cierta añoranza por la realidad”.
Para Squirru, la unidad es la característica principal del paisaje argentino, en el que colores y formas armonizan a la perfección. “No hace mucho paseábamos con el pinto Miguel Ocampo por La Cumbre, Córdoba, y me hizo una interesante observación: los árboles traídos desde otras tierras, como un grupo de pinos, se recortaban del paisaje, mientras que un molle solitario se fundía e integraba con el entorno”.
Muchos paisajistas consagrados probablemente notaron esa simbiosis, pero Squirru prefiere recordar a quienes, según su criterio, están postergados: “El bahiense Domingo Pronsato, quien reflejó con originalidad el paisaje sureño; Marcos Borio, pintor de la pampa y de Alta Gracia; Norberto Russo, quien captó la luz de nuestra llanura; el tucumano Lobo de la Vega, con su luz verdeparda tan característica de su región; la soledad metafísica del río que plasmó el santafesino Ricardo Suspisiche; la delicadeza de la acuarelista Nelly O’Brien de Lacy, pintora de Ushuaia. Mientras haya ese nivel de calidad, habrá interés por el paisaje”.
Un beso a la tierra
“El paisaje es sin duda lo más destacado del arte de los argentinos, incluso entre los vanguardistas. Es lo que nos llama una y otra vez a la figuración y el realismo”, dice Ignacio Gutiérrez Zaldívar, quien organizó las retrospectivas que pusieron nuevamente en primer plano al entrerriano Cesáreo Bernaldo de Quirós y al cordobés Fray Guillermo Butler. “El prestigio del paisaje en la Argentina es la consecuencia del esfuerzo de precursores como Faustino Brughetti y Martín Malharro. A pesar de que en el siglo pasado se cotizaban más las figuras (sólo un diez por ciento de los premios recaían en los paisajistas) ellos no se desanimaron. Cuando en la llanura se encontraron con el problema plástico del horizonte, para equilibrar el cuadro lo bajaron: por eso nuestras estampas pampeanas tienen por lo general mucho cielo, casi la mitad de la superficie. En esos pintores había una actitud espiritual ante el paisaje, un sentimiento cercano al de los ecologistas que aún se percibe en algunos artistas como el rionegrino Rikelme. Cuando Quirós hablaba del monte de su Entre Ríos exclamaba: ¡Allí está toda la fuerza de mi nacionalismo! Fader plantaba su caballete, tomaba un terrón de tierra, lo besaba y empezaba a pintar. Hasta llegó a hacer arar la tierra para poder captar el vapor que salía de los surcos. El cordobés José Malanca murió en Angulos, pueblito de La Rioja, pintando al aire libre. Ante creadores de esa talla, el coleccionista no sólo busca una buena inversión: encuentra en sus obras la raíz de su identidad”.
Así piensa también Jorge Enrique Fernández, gerente desde hace veintidós años de una importante casa de remates: “En el auge de los últimos tiempos hay una mezcla de inversión, nostalgia y recuerdos que atraen a los compradores. El factor sentimental es fuerte, por eso el boom del paisaje crece como fenómeno local”.
El alza de los paisajistas, afirman los expertos, es un acontecimiento vinculado con el interior, no sólo porque los temas lo evocan sino porque de allí llegan muchas de las obras. “los familiares del cuyano Roberto Cascarini nos ofrecieron sacar a la venta cincuenta de sus pinturas – ejemplifica Fernández -. No caben dudas de que en muchas otras provincias hay obras valiosas por descubrir. Entre el cuadro y el observador se establece una relación que tiene un significado especial; por eso hay obras importantes que no tienen quien las compre, y otras son toda una sorpresa. Por ejemplo, Amalia Fortabat pagó ciento diez mil dólares por un Antonio Alice, pero no lo compró tanto por el artista como por un recuerdo personal. Para Alice ese valor no se va a volver a dar. En materia de paisajes, los precios son siempre una incógnita”.
Jorge Costa Peuser, director de una revista especializada, dice que “comprar paisajes es una manera de reconciliarse con el país, una manera de sentirlo o de extrañarlo. Nuestros paisajistas clásicos están revalorizándose con justicia”. Recuerda que las grandes firmas internacionales rastrillaron durante la década del setenta las obras europeas que se escondían en las provincias. Si se hiciera algo similar con las argentinas – propone – aparecerían obras valiosas, principalmente de las décadas del treinta y del cuarenta, “cuando se compraban paisajes para decorar los ambientes y se ignoraba muchas veces el nombre del artista”. En todo caso es imprescindible abrir los circuitos para que los pintores de las provincias lleguen con facilidad y directamente a los mercados latinoamericanos y mundiales.
“Donde termina el cielo”, Revista Nueva, Buenos Aires, año 1993.