La siesta, una tradición en retirada

Jorge Barón Biza y Rosita Halac| 3 de Mayo de 1998| 

Inútil buscar en las bibliotecas o en los archivos científicos: la siesta es la gran olvidada de los intelectuales y los académicos. Tibia, arrugada y sin protocolo, este fenómeno se está convirtiendo en estos tiempos apenas en un recuerdo de nuestros abuelos. San Gregorio magno distinguía entre los sueños causados por Dios y los sueños causados… por el almuerzo. También tenemos que hacer nuestra distinción: no vamos a tratar sobre un sueñito así nomas, vamos a hablar de la siesta, esa ceremonia en homenaje al calor.


Alrededor del lecho del buen fiestero giran muchos temas importantes el uso del tiempo (comercios que cierran, vida activa en la noche gracias al sueñito reparador de la tarde), o la fisiología (digestión de ravioladas, olvido de regímenes dietéticos, almuerzos en familia e incluso alguna travesura erótica).

Tan compenetrados estaban nuestros antepasados con la siesta que casi no se le menciona en los viejos textos. Se la da por supuesta, como el aire y el sol. En cambio, los extranjeros que nos visitaron anotaron con frecuencia las características que tenían las siestas del siglo pasado: “A las dos el calor se hizo tan intenso que nos vimos obligados a detenernos hasta después de la ‘siesta’, palabra que significa el sueño de la tarde y que se emplea con frecuencia para expresar el calor del día”. (El Viaje de Roberts, 1811).

Según estos diarios de viaje recopilados por Carlos Segreti en Córdoba, ciudad y provincia, en nuestras tierras era posible dormir la siesta a la manera oriental, sobre alfombras. “En 1 de los extremos del rancho se ve un bonito estrado, un amplio banco elevado construido con adobes, sobre el cual habían tendido una alfombra limpia, según la moda morisca; cuatro personas podían dormir allí cómodamente”. (El viaje de John Miers, 1819).

Tan difundida estaba la siesta, que los argentinos le dedicaron su propio diablillo. Según el estudioso Adolfo Colombres, el “Pombero” deriva su nombre del verbo pomberiar, sinónimo de espiar. Alto, delgado y velludo, se paseaba a la hora de la siesta y, si encontraba niños, les chupaba la sangre hasta matarlos y los colgaba luego de un árbol. Esta versión de vampiro criollo bronceado el sol debe haber sido muy útil a las madres para evitar que sus críos se escapasen al monte, donde asechaban peligros más reales que el fantástico pombero.

Una de las razones por las que la siesta era tan popular radicaba en la incomodidad del sueño nocturno asediado por las traidoras vinchucas que solo están activas de noche: “Al general López, último gobernador de Santa Fe, y hombre de considerable influencia política y militar, oí hacerle decir con frecuencia que durante 18 años de su vida no había dormido nunca en el interior de una casa y desde que salió de la infancia, hasta que contrajo matrimonio, no durmió nunca sobre una cama. Los patios y azoteas son los preferidos para el sueño en Córdoba. (Viaje de William Mc Cann, 1847).

 

Recuerdos del sueño

La siesta se va refugiando en la memoria de nuestros ancianos, donde siempre está guardada con un acompañamiento de travesuras y poesía. Hay quienes recuerdan que los grandes cerraduras de antaño actuaban en el oscurecido interior del dormitorio como una cámara negra o un proyector, y veían en la pared del fondo las sombras invertidas de los burritos y otros animales que se movían afuera en la deseada libertad.

Pero el recuerdo que nos cuenta un respetable abogado anuncia ya la decadencia de los dulces sueños vespertinos. En su juventud, en una casa vecina, habían colocado el cartel de advertencia: “Aquí se duerme la siesta”. Lo cual significaba que en otras casas, esa práctica se había abandonado. Un cartel así era inconcebible en el siglo XIX cuando todos dormían a la tarde.

En esta etapa de ocaso, también registramos una adaptación del Pombero a los nuevos materiales de las casas: el zinc de los techos, al dilatarse, genera un ruido similar al de pasos sordos. Entre los maridos, este ruido despertó el terror del “pata’e lana” que visita a las esposas, pero no faltaron las nodrizas que afirmaban que se trataba del Pombero, y así se aseguraban la permanencia de los chicos en casa.

 

Gritos y susurros

La siesta tiene un enemigo mortal: los picados. Gritos, disputas por un penal, festejos de goles dignos del Château Carreras. La sangre joven no le tiene miedo al sol, todo esto constituye la peor pesadilla de los sueños vespertinos. El viejo recurso de quedarse con la pelota ya no sirve, porque todo equipo tiene varias.

Mientras afuera resuena toda la fiesta del fútbol, adentro el televisor derrama su cuota de lágrimas posmeridianas y, por supuesto, quién no quiere quedarse pancho en la cama mientras Andrea del Boca sufre vaya uno a saber qué injusticia horrible. Para colmo, la globalización no entiende de sueñitos locales y exige horarios continuos. Un combate demasiado desparejo: en este rincón, la siesta criolla de dos horas, en pijama y chancleta; en el otro, las grandes empresas transnacionales, que conceden en Japón, por ejemplo 15, minutos de siesta.

Si queremos salvar la siesta, solo nos queda un recurso, bien argentino: declarar especie en extinción a los pocos siesteros del alma que sobreviven, crearles reservas naturales donde estén prohibidos los picados y los horarios continuos, y subsidiar a los ya heroicos practicantes de este rito.

Sus sueños serán la producción más dulce del país.


“La siesta, una tradición enretirada”, en La Voz del Interior, Córdoba, 3 de mayo de 1998.

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