Con los ojos en el cielo

Jorge Barón Biza y Rosita Halac | 22 de Febrero de 1998|

La coincidencia de importantes cambios meteorológicos con la llegada del año 2000, desencadena terrores antiguos que yacen en el fondo de los espíritus. Las tempestades, las inundaciones y los rayos han simbolizado temores que ya forman parte del inconsciente colectivo.


El fenómeno conocido como “El Niño” ha sido ampliamente analizado por los medios de comunicación. Por supuesto, es un tema grave y debe ser tomado como un llamado de atención hacia la conducta ecológica de la humanidad. Pero esta nota ha investigado en otra dirección: ¿qué viejos temores despierta el niño en los hombres?

El fenómeno meteorológico coincide con el fin del milenio, tema que seguramente atrapará muchos artículos serios y de los otros en los próximos dos años. Todo un cúmulo de viejas fábulas renace ante la inminencia del año 2000. El milenio estuvo siempre asociado al final de los tiempos, al juicio final.

 

Símbolos y analogías

Mientras el primitivo homo sapiens se dedicó a recolectar frutos salvajes y cazar animales, puso toda su atención en la realidad inmediata. Sus dioses fueron precisamente esos animales que le proveían el sustento y les rogaban a ellos para que se dejaran cazar. Pero cuando a partir del año 5000 antes de Cristo se sistematizó en Cercano Oriente la agricultura y los animales se convirtieron en mansas bestias de corral, la atención de la humanidad se fijó en los cielos. De allí provenía la lluvia que aseguraba el sustento o la sequía que desencadenaba terribles hambrunas. Además, el cielo marcaba, con el movimiento de las constelaciones, la llegada de las épocas de siembra y cosecha. Las estrellas fueron un factor imprescindible para la subsistencia y en esto no había ninguna poesía.

También las inundaciones se convirtieron en una catástrofe temida: lo que en los tiempos nómadas de la caza no era más que un motivo para migrar hacia tierras secas junto con toda la fauna, se transformó en los tiempos sedentarios de la agricultura en una desgracia que arrasaba los sembrados, las nacientes poblaciones y destruía todo lo que el hombre había aprendido a atesorar.

No es extraño entonces que en ese periodo el hombre haya proyectado hacia el cielo y el clima todas sus esperanzas, pero también todos sus temores y angustias. Cada acontecimiento natural fue interpretado cuidadosamente, y al significado estrictamente meteorológico se le agregó una serie de símbolos y analogías hasta que la expresión “señal del cielo” se convirtió en unas palabras que encerraban todos los misterios vinculados con los mortales. En las regularidades de las estrellas se encontraba el destino del hombre, y así nació la astrología y sus horóscopos: en los acontecimientos climáticos excepcionales, como tormentas e inundaciones, había que ver la voluntad de los dioses.

 

El cielo. El cielo tiene tres características fundamentales: primero, es inaccesible (o lo era hasta que llegaron los viajes espaciales); segundo, es regular, refleja una orden, y por lo tanto tiene poder; tercero, es cíclico y eterno. Con semejantes características, no debe extrañar que casi todas las culturas lo ungiesen como residencia de los dioses y origen de poder en la tierra. El emperador de China se llamaba a sí mismo “hijo del cielo”. La obra arquitectónica precolombina más colosal de Sudamérica es el Templo del Sol, en Cuzco. La esfera celeste tiene y da poder.  Los grandes soberanos son hijos o delegados del mundo celeste. El cielo siempre representó el principio masculino frente al principio femenino de la Tierra. El primero la fecundiza y por su acción nacen todas las criaturas. Esta penetración es interpretada como acción sexual y está muy clara en la mitología clásica, en la que Júpiter, el dios supremo, Es también Dios del Rayo y fertiliza a mujeres, visitándolas en forma de lluvia de oro (Dánae) o de pájaro (Leda).

 

La lluvia. La lluvia es, con el Rayo y el viento, la manera que tiene el cielo de comunicarse con la Tierra. Puede manifestar la buena voluntad fecundadora del cielo: “Dios envía su Ángel con cada gota de lluvia”, dicen algunos intérpretes del Corán, un texto que se redactó en las sedientas arenas del desierto. Esta antiquísima asociación entre la lluvia y el rayo como mensajeros es muy evidente en la mitología mexicana, principalmente en la divinidad azteca Tlaloc -a la vez dios de la lluvia y el rayo-, y en Illapa, el dios inca que toma agua de la Vía Láctea y la vuelca sobre los sembrados, pero también hace lo mismo con el fuego, en forma de rayos.

 

La inundación. Como es sabido, los dioses antiguos tenían sus días buenos y sus días malos. Cuando se levantaban con el pie izquierdo, se desencadenaban las inundaciones devastadoras. Como prueba del origen divino, casi todas las leyendas afirman que los que morían en estas catástrofes ascendían como inmortales al cielo. La expresión máxima de la lluvia es el diluvio, otra tradición que aparece en las cosmogonías. A la dramática extinción de la vida por fuego, se opone la silenciosa opresión de las aguas, pero también todas las tradiciones coinciden en que siempre algún humano tenaz se aferró a una roca o algún barco para que la especie sobreviviera.

 

La nube. Tiene un sentido de amenaza, de lo que todavía es confuso y mal definido. En este aspecto, está muchas veces asociada con los embriones, lo que no ha nacido, la incertidumbre, en la que todavía no se sabe si lo que ocurrirá será positivo o negativo. Las nubes han causado siempre la incómoda sensación de un océano suspendido sobre nuestras cabezas, enorme masa a punto de desplomarse.

 

La tormenta. Es la expresión máxima de la cólera de Dios, la suma de todas las fuerzas naturales, Cómo lo expresa la cita bíblica: “Saldrán certeras la saetas de los rayos de las nubes…/Y como por una Ballesta serán lanzadas granizadas furibundas…/Los ríos anegarán sin misericordia./El soplo fortísimo los embestirá;/Y como huracán los aventará”. ( Sab. 22-25).

Sin embargo, todas las culturas han visto en este fenómeno impresionante también un lado positivo. Del caos de la tormenta siempre nace un nuevo orden. Es asombrosa la coincidencia en este sentido. Los dioses de las tormentas son dioses creadores: El Júpiter clásico, el Bel el asirio, el Thor del norte de Europa y la diosa hindú Indra. Se percibe una voluntad de todas las civilizaciones por ver en el caos un aspecto positivo que anuncia una nueva era.

 

Final a todo milenio

El periodista Sergio Carreras habla sobre un renovado “gusto por la catástrofe, porque si se dice que mañana va a suceder algo que romperá todo, a la gente le parece un excelente tema de conversación”. Ese gusto no es nuevo. Siempre existió la pasión por lo tremebundo. Como si Dios fuese un contador al que le gustan los números redondos, no faltan supersticiosos que afirman que el mundo se termina con el milenio. Ya ocurrió en la Edad Media, durante el año 1000, y seguramente algo por el estilo se verá para el 2000, alentado por otro fenómeno inusual que coincide en el tiempo como por ejemplo el de “El niño”.

Sin embargo, parece que las oleadas de miedo del año 1000, solo existe en la mente de las personas que lo fantasearon después. “Los terrores del año 1000 son una leyenda romántica -afirma el gran historiador George Duby -. Los cronistas del siglo XIX imaginaron la inminencia del milenio suscitó una especie de pánico colectivo, que la gente moría de miedo, que regalaba todas sus posesiones. Es falso”. Y agrega que el único testimonio fidedigno que conoce es el de un monje: “Me han dicho -escribe el religioso en el 999- que en el año 994 había sacerdotes en París que anunciaban el fin del mundo. Son unos locos. Basta abrir el texto sagrado para ver -Jesús lo dijo- que nunca sabremos ni el día ni la hora. Predecir el futuro, afirmar que ese acontecimiento aterrador que todo el mundo espera se va a producir en tal o cual momento es atentar contra la fe”. El mundo y nuestros niños necesitan más conducta ecológica y menos psicosis.


“Con los ojos en el cielo” (sobre las catástrofes naturales vistas por los cordobeses), en La Voz del Interior, Córdoba, 22 de febrero de 1998

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