Un arte sin obras maestras

Jorge Barón Biza | 10 de Febrero de 2000|

En un campo en el que normalmente se admite que “cualquier cosa puede ser arte”, los criterios artísticos resultan imposibles y pueden ceder fácilmente ante las presiones económicas. La modernidad se encargó de derrumbar todos los paradigmas estéticos existentes.


La obra maestra es aquella en la que el oficio y el talento del creador han logrado encarnar lo mejor de un paradigma, hasta el punto que suscita la aprobación general y es propuesta como motivo de imitación.

El concepto se genera en el medioevo, en el gremio de los campaneros, y se empleaba para designar la obra que permitía a un oficial ascender a maestro por el juicio de los otros maestros del gremio. (Antes de los progresos en fundición en el Renacimiento, el arte de los campaneros era uno de los más difíciles, puesto que las grandes campanas eran forjadas en pozos abiertos en el descampado, y exigía mucha pericia obtener una sola pieza, con la resistencia para soportar los embates del badajo y producir un sonido profundo e inconfundible). Este origen no deja de ser simbólico: la “obra maestra” era colgada en los más altos campanarios y desde allí se convertía en la voz cantante de la comunidad, la que marcaba los tiempos y sonaba en los momentos críticos.

La aparición de las academias en el siglo XVII trasladó el poder de calificar a una obra como “maestra”, de los jefes de las corporaciones laborales a un grupo de expertos designados por el rey, pero la idea básica permaneció igual: la obra artesanal o artística era seleccionada como ejemplo digno de ser imitado, función obviamente conservadora y atada a los dictados del poder. Los otros artistas, y sobre todo los aprendices, quedaban aplastados ante ejemplos magistrales, presentados como insuperables.

La aparición, en el siglo XVIII, de la historia del arte y la crítica teórica sistemáticas cambiaron profundamente el estatus de la obra maestra. La historia del arte no sólo señaló los valores de máxima capacidad técnica y conformidad con un sistema social y político (“obra maestra faber”), sino también la influencia de algunas obras en el proceso de los cambios de la historia. A la obra maestra faber se opuso la “obra maestra revolucionaria”, aquella que señala nuevos rumbos en el arte.

Este énfasis en el cambio fue tomando proporciones desmesuradas, se convirtió en un automatismo por el cual, el campo artístico, ya universalizado, sólo consideró como arte aquello que anunciase todo un nuevo sistema. Una exigencia tan desmesurada volvió a aplastar a los aprendices: se pretendía de ellos que estuviesen a la altura de Van Gogh, Kandinski o Mondrian. Inevitablemente, la obligación de estar en la vanguardia mundial produjo la inflación de los conceptos de “cambio” y “revolución”,

 

El siglo del marketing

El siglo 20 fue el siglo de los 400 ismos. Ningún paradigma quedó en pie después de la modernidad. Con ese telón de fondo, ninguna obra puede ser propuesta como maestra, ni en el viejo sentido de faber ni en el nuevo de revolucionaria. Las obras maestras modernas devoraron las propias condiciones que las crearon y se aseguraron así que en el futuro no hubiese más competidoras. La posmodernidad no tiene obras maestras ni las puede tener.

El proceso del arte occidental nos ha llevado a un punto en el que “cualquier cosa es arte”.

A pesar de que la modernidad empezó con violentos ataques contra el realismo académico, sus resultados al cabo de 150 años son inesperadamente ingenuos y realistas: “cualquier cosa es arte” es el máximo de realismo que se pueda soñar, es la versión –en artes plásticas- de aquel mapa borgeano tan perfecto que terminó por ser tan grande como el imperio que representaba.

Sin embargo, las estructuras e instituciones artísticas no colapsaron, como era de prever, ante el derrumbe de los paradigmas. El “cualquier cosa es arte” fue el telón que permitió que, sigilosa pero efectivamente, el dinero tomara el lugar de la estética: el crecimiento de las cotizaciones, ya libres de ataduras artísticas teóricas y técnicas, se maneja en arte contemporáneo según los criterios del marketing, no los de la teoría estética. Un marchante, sin embargo, sólo puede hacer subir o bajar caprichosamente los precios; no puede crear obras maestras auténticas, que nacen –tanto en su versión revolucionaria como en la de “máxima pericia”- de un riesgo supremo, una jugada a todo o nada, como aquellas fundiciones de los antiguos campaneros que ponían manos a la obra sin los medios técnicos apropiados.

El riesgo supremo es precisamente lo que más horroriza a los estetas del mercado… y lo que más atrae a los artistas auténticos.

 

Punto cero

Es saludable que en arte hayamos llegado a un punto de máxima sofística. La disolución total de todos los paradigmas, nos coloca en un “punto cero” de la estética. La situación de la estética contemporánea recuerda aquella del campo filosófico en el siglo V antes de C., cuando la sofística griega demolió todo intento de conceptualizar sistemáticamente, y creó sin saberlo las condiciones para que Sócrates, Platón y Aristóteles recogieran el guante.

Pero mientras, agotados, nos sentamos en lo más profundo del valle y miramos hacia las alturas para detectar la aparición de la obra maestra que anuncie que la cuarentena pasó, podemos entretenernos leyendo La obra maestra desconocida, de Honoré de Balzac. La historia se refiere a un cuadro en el que se ha representado un pie con una técnica de asombrosa perfección, pero el resto de la obra consiste en líneas aparentemente incomprensibles.

Para algunos lectores, el cuadro imaginado por Balzac es un preanuncio de la abstracción, escrito cuando la misma modernidad estaba en pañales. Hay otra lectura, más amplia: sugiere que el arte es el lugar del eterno caos, que la búsqueda artística es lograr trabajos que representen la perfección de un sistema estético, cambien el rumbo de la historia y, como si fuera poco, señalen a la vez el corazón del caos, allí donde se gesta el misterio que necesariamente alienta en una obra maestra.

Si la espera en el valle se prolonga, hay otro texto que viene al caso. Se trata de Paolo Uccello, pintor de Marcel Schwob. Narra la historia de un supuesto Uccello “que no se preocupaba por la realidad de las cosas, sino por su multiplicidad y el infinito de las líneas”. Su amigo Donatello, le reprendía de tanto en tanto: “¡Ah Paolo, dejas la substancia por las sombras!”… Obsesionado por la perspectiva, Uccello se dedicó durante años al cuadro que habría de ser su obra maestra. Cuando cumplió los 80 años hizo llamar a Donatello y “piadosamente, descubrió la obra frente a él, Donatello se alarmó: ‘¡Oh Paolo, vuelve a cubrir tu cuadro!’ Uccello interrogó al gran escultor: éste no quiso decir más. De manera que Uccello supo que había logrado el milagro. Pero Donatello no había visto más que una confusión de líneas”.

 

Mensajes de silencios y ausencias

En el origen de los tiempos, el hombre se aterrorizó ante los excesos sensoriales: la calma del bosque, el trueno, el relámpago, el incendio, el rugido, desataban un terror incontenible. Según Kant, el sentimiento de lo sublime –sentimiento que sólo la obra maestra puede objetivar- nace cuando el hombre comprueba que puede mitigar, mediante la racionalización, ese terror. Durante largos períodos, la obra maestra incitaba a un conocimiento superior, una sensación de poder obrar soberanamente sobre el mundo, tal como el artista lo había podido hacer con los materiales.

Hoy el lugar de la obra maestra es ocupado por la ciencia en su versión tecnológica… sólo para comprobar que no puede emitir un solo enunciado que sea válido para todo el campo de la física.

Ante esta situación, el arte ha optado –con mucha coherencia y consciente de la situación- por expresarse con mensajes de silencio y ausencia. “En muchas obras contemporáneas –escribe la teórica Claire Lewis en “Sublime Spaces” (Contemporary Visual Arts, N°19)- parece haber una tendencia hacia el silencio, la sutilidad, el ‘apenas ahí’, el momento que pone en suspenso el tiempo y el espacio (…) La ausencia de imagen o movimiento nos da, a los espectadores, un sentido elevado de nuestra propia presencia física, apartado de los excesos sensoriales de la imagen y el sonido”.

En esta reflexión se apoya el fundamento de las tendencias más renovadoras de la segunda mitad del siglo 20, como el arte conceptual, el minimalismo, el earth-art, etcétera. Lo que los mejores artistas de estas tendencias nos dicen, en última instancia, es que las obras maestras somos nosotros. 

 


“Un arte sin obras maestras”, en La Voz del Interior, suplemento Cultura, Córdoba, 10 de febrero de 2000.

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