Alberto, Nancy y la tragedia

Jorge Barón Biza | 21 de Marzo de 1998|


Los terribles acontecimientos de Mar del Plata envuelven a dos personalidades fuertes, complejas, contradictorias. Olmedo fue un enamorado del eterno femenino. Se le atribuyeron muchos romances. También hay abundantes testimonios sobre su amor por las mujeres que compartieron su vida y sus hijos.

Nancy se vio envuelta  -incluso mientras vivía Olmedo- en escándalos y acusaciones. El vendaval seguirá ahora, con más intensidad. Pero también subsisten las palabras que le dedicó Olmedo: “Fue la mujer que me devolvió la juventud”.

Nada de eso importa ahora: ni las contradicciones ni las acusaciones. El manto áspero de la tragedia tiene también la virtud de empequeñecer todo lo que antes de ella parecía importante. Una vislumbre del abismo hace cambiar nuestros puntos de vista, nos devuelve a nuestra humana endeblez, a la tolerancia. Nancy volvió momentos terribles que la cubren de dolor. Lo que haya hecho antes, lo que haga después, no importa. Nada de eso importa ahora. Verdaderamente no importa.

La vida y la muerte están separadas por una débil pared, delgada como una hostia. “Pero nada perece –decía Oscar Wilde-, todo avanza hasta llegar a la inmortalidad”. Para Alberto Olmedo –consorte del genio saltimbanqui del absurdo- ese momento empezó la mañana del sábado 5, cuando los pescadores de almejas de Mar del Plata, que se levantan al alba, detuvieron sus botes estupefactos al oír la noticia de su muerte. Todos callaron. Y se oyó solamente el agua que chapoteaba con ruido, formando una espuma blanca que pronto se teñía de azul a esa hora de la mañana. Eran las 8 de un día aciago para millones de personas. De repente, sin que nadie lo imaginara, algo imperceptible se había roto en el corazón de la multitud. Aturdidos, muchos pensaron en el día siguiente. Siempre sucede lo mismo: cuando un ídolo muere trágicamente, un sentimiento de orfandad suele estremecer al pueblo. 

Como si todo terminara para siempre.

Porque la muerte de Olmedo es, en cierto modo, un abandono dramático. Mucha gente ya estaba habituada a considerar sus ocurrencias como algo cotidiano, normal, casi insoslayable. El Clown no sólo los divertía, se había metido en sus casas, había comido en sus mesas, se había trepado a su lenguaje, había calado hondo allí donde más duelen las deserciones: en el rincón más inocente del alma.

Antes que él, otros payasos inverosímiles capturaron el fervor de las masas. Hay libros enteros que memoran las homéricas carcajadas que solía arrancar al público el mítico Pablo Podestá, a comienzos de siglo. Según varios críticos, Podestá creó un estilo que después copiarían –algunos sin sospechar- muchos cómicos argentinos. Pero la época de Pablo Podestá era la época del circo.

Quizá haya sido Florencio Parravicini, sin embargo, el que dejó las huellas más firmes en la memoria colectiva. Eran los tiempos heroicos del teatro criollo, cuando las grandes compañías de la calle Corrientes hacían tres obras distintas por día, casi siempre a sala llena. Parra está considerado el creador –es decir, el inventor- de la Revista Porteña, un género inexplicable que sólo existe en el Río de la Plata. Un género que entronizó los hilarantes, a menudo procaces, nombres de Mario Fortuna, Carlos Castro, Alberto Anchar, Marcos Caplan, Dringue Farias, Adolfo Stray, Pablo Palitos, Don Pelele, Alfredo Barbieri-, cuando el Teatro Maipo era algo así como una solitaria catedral pecaminosa. 

Después de Parra -que un día, agobiado por los aplausos y las exigencias del público se metió un tiro en la sien- el cine consagró a Pepe Arias –un comediante de raza- y a Luis Sandrini, que alcanzó la cumbre haciendo reír y llorar. Como todos ellos, Alberto Olmedo supo captar el gusto de la gente. Sabía qué cosas había que hacer para que los argentinos se rieran. Pero hacer reír no es difícil, la verdadera hazaña –lo que sólo logran los elegidos- es suscitar, al mismo tiempo, una inefable ternura hecha de complicidad, ingenio y picardía. Una técnica que Fidel Pintos, por ejemplo, esgrimía con certeras estocadas.  

Pero Olmedo era un fenómeno. De la mano de la televisión, que todo lo agiganta, logró marcar su impronta en el estilo de vida de todo un pueblo. Su feliz Rucucu, el imbatido “Yeneral” González, el Manosanta, sus expresivos dichos: “Poniendo estaba la gansa”, “Ruqueta”, “No toca botón”, “Adianchi”, tiñeron el habla de las nuevas generaciones de argentinos. Por eso será difícil que otro cómico –cosa que invariablemente ocurrirá a largo plazo- ocupe pronto el sitio que él se ganó a fuerza de audacia y talento. A mucha gente le costará acostumbrarse a no ver más a Olmedo. Porque el cómico era casi un miembro más de la familia.

Igual le pasará a muchos de sus compañeros. Habituados a ser soportes de su repentismo, a seguirle las mil ocurrencias que improvisaba a velocidad pasmosa, para ellos la televisión (o el teatro, o el cine) ya no será la misma cosa. Seguirán trabajando, desde luego, pero les faltará algo. Ocurre que Olmedo era algo más que un cómico. Era un planeta completo. Con estrellas que giraban a su alrededor. Cuesta imaginar a Beatriz Salomón haciendo de partenaire de otro cómico. Como resulta difícil creer que Javier Portales –un actor de depurado oficio- pueda dialogar con tanto regocijo con otro que no sea Alberto Olmedo. A todos ellos la muerte los ha despojado de una de las mejores cosas que poseían: la felicidad de un triunfo compartido en las más empinadas alturas.

La lógica y los sermones de consuelo tampoco sirven para tonificar el diezmado ánimo de la familia Olmedo. El cómico fue una especie de patriarca presuroso. Sus hijos – Fernando, Marcelo, Mariano, Javier y Sabrina- , las madres de sus hijos (Judith Jaroslavsky y Tita Russ) se han convertido en una desértica pradera. Al menos mientras el dolor los siga acechando desde el seno de las sombras. Así lo han explicado. Es que el pasado los empuja a todos. Ellos conocen al detalle hasta los mínimos secretos de todo lo que han probado. Pero no saben lo que vendrá.

Igual que sus amigos, que quizás se resignen a aceptar aquello que afirmaba Walt Whitman, “que el cuerpo no vale más que el alma”. Curiosamente, ya se sabe tal vez porque era un espíritu risueño.

Olmedo había dado el nombre de sus más íntimos amigos a varios de sus personajes. De pronto, un acto del destino los ha expulsado para siempre de la ficción. Nadie, desde ahora, pronunciará sus nombres en la rutilante pantalla del living. Su destino es un cruel ostracismo, para nada querido. Así verán sus vidas enteramente trastornadas por la muerte. Una muerte ajena, pero que se parece mucho a la propia. De esta forma, resulta paradójico el destino de Alberto Olmedo.

Mientras vivió, miles de personas estuvieron pendientes de sus gestos, del movimiento nervioso de sus manos, de sus ojos movedizos, de su sonrisa obscenamente contagiosa –y lo aplaudieron, y con sus hurras lo convirtieron en ídolo. Ahora, millones y millones estarán atentos a su silencio. Probablemente no quieran entender que el alma finalmente no es superior al cuerpo. Que la vida es un simple esbozo de la muerte.


“Alberto, Nancy y la tragedia”, en La Revista, número 153, Buenos Aires, 21 de marzo de 1988.

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